Uno tiene sus monstruos favoritos y siente el dolor que ellos sienten cuando los abaten en esos combates desiguales o cuando los enjaulan y exhiben. El de King Kong es un amor especial. No sólo porque fue el primero, no hay duda en eso, sino porque ninguno (habiendo muchos) ha logrado arrebatarle su status de favorito absoluto, por más que el cine (sobre todo el cine) haya sembrado de rivales mi agitada imaginación. La fidelidad al gran mono es irrenunciable. La culpa no sólo es del tiempo, ya saben, fue el primero, etc. sino por su sacrificio, que continúa indeleble en la memoria, como si hubiese sido ayer cuando los aviones lo derribaran en la cima del Empire State o cuando yo muy joven vi en alguna maravillosa sesión de la maravillosa entonces segunda cadena de RTVE, aunque es fama que no fueron los aviones en sí los que dieron con su cuerpo gigantesco en el suelo de Manhattan, sino el amor, el rendido a la belleza. Porque King Kong es un monstruo enamorado. Tiene la titánica prestancia de los gigantes de los cuentos y el corazón frágil de los enamorados de la vida. Se prenda de una rubia, como Hitchcock, como Rod Stewart o como mi amigo Juan, que era un King Kong blanco y flacucho, sin excesivo aspecto de mono. No es el hecho de que sea mujer (objeto sexual, amor bizarro) sino el color de su pelo. En la isla Calavera, la isla de las criaturas fuera del tiempo, la isla Nubla de Parque Jurásico, exhibe su vigor sin rival, su imperio de sí mismo. Allí era soberano y recibía los sacrificios habituales; en este caso, féminas de pelo negro atadas al poste de madera, pero no rubias. Son las rubias (una de ellas, al menos, la mítica Fay Wray, aunque yo adore a Jessica Lange) las que le sorben el seso. El erotismo tiene esas cosas. Uno queda hechizado por un rasgo, por un color de ojos o por una manera de andar. Todo lo demás acude después y casi nunca rivaliza con aquella primera constatación de la belleza o del encanto o vaya usted a saber qué, pues no parece que en asuntos de amor podamos explicarnos con entera soltura, ni quizá haga ni falta que sepamos. Amamos al Rey Kong porque se nos parece más de lo que querríamos. Lo de encaramarnos al techo del mundo y darle torpes zarpazos a los aviones que nos disparan es épica pura y aquí sabemos que lo que perdura es precisamente la épica. Incluso más que el amor. No fueron los aviones, fue la bella quien mató a la bestia, dice un policía delante del cuerpo de Kong en la calle, bajo el Empire State Building. La bestia debe morir. Viva la bestia.
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