Bruckner hablaba con Dios, que era la suma de todas las majestades, a decir suyo. Le confiaba su penoso tránsito por esta existencia, su dificultad en aceptar a los demás, en aceptarse él mismo y, en última y trágico instancia, la posibilidad de merecer un lugar entre los elegidos y una existencia en el retiro de la eternidad, junto con los ángeles y las bondades de la vida eterna. A quién no se ajusta ese dictamen teológico y vital. Leí un excelente artículo de David Torres en Público. Contaba cosas que sabía y algunas, por aprendidas ahora, que me han alegrado la mañana y metido unas ganas enormes de escuchar Bruckner sin freno. La primera vez fue en un viejo tocadiscos Stibert monoaural que tenía mi padre. No tuve entonces mayor preocupación audiófila, me daba por feliz observando el discurrir de la aguja sobre los surcos de ese vinilo que compré a ciegas en una tienda de libros, cómics y discos de segunda mano que se adaptaba como un guante a mis precarias reservas económicas de entonces. Ahí compré discos de jazz y de clásica. Elegía aquellos cuya portada más me impactaba. No tenía idea alguna de quién era Bessie Smith, Johannes Brahms, Chet Baker o Anton Bruckner, pero sospechaba que contenían toda la belleza a la que yo podía aspirar. Era una sospecha llena de fe. Fe y credulidad. La misma intangible cosa. El empleado al cargo (no sé si dueño) me decía que tenía buen gusto para mi edad. Por supuesto que no le confesaba mi ignorancia, la posibilidad de que todo pudiese acabar en un completo desastre y me aburriera el blues de la Smith, la trompeta de Baker o las masas orquestales de Brahms o de Bruckner. Afortunadamente no ocurrió así. Tengo ahora en mi reproductor de CD la séptima en Mi Mayor atacada por la Filarmónica de Viena, dirigida por Giulini.. Igual podía haber sido otra, no soy un melómano exquisito, no salgo de algunos directores y de algunas orquestas. Lo que no flaquea es la emoción. No sé si veo a Dios en la textura de los violines, en el aclarado de los silencios. Sé que la música hace que la realidad sea más hermosa. Bruckner es el maestro de la sinfonía. Aclaro antes de continuar: ahora mismo estoy acongojado, me siento frágil, como si acabara de entrar en una catedral y los ángeles del cielo ocuparan mi cabeza, la llenaran de imágenes de una bondad absoluta, aunque no sé bien qué tipo de imágenes serían. Si un mar en calma o una plenitud de nubes que anuncian tormenta. Está todo en Bruckner o ahora me parece que está todo en Bruckner. Creo que es la primera vez que Bruckner me parece una especie de titán. Da igual que fuese un tipo feo y un poco inseguro. Que su adoración por Wagner le dejara tocado. Que desease ser Brahms. Wagner está prohibido en Israel. Probablemente muy a pesar suyo, si hubiese podido expresar una queja o un lamento, Hitler adoraba a Bruckner. Podemos comprender que incluso el mal tenga un momento de debilidad, inclina la cabeza y deje que la monumentalidad más absoluta (hablo de un universo dejado caer a peso sobre la cosa más frágil) lo traspase como una flecha al rozar el pecho y oler la sangre en el corazón.
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