Cuando estaba la Guerra Civil española acabada, aunque la Guerra no se acabaría en muchas décadas y todavía hoy hay quien la saca de su sótano oscuro para reverdecer banderas, himnos y soflamas, el cine nacional cobró una relativa pujanza. Las miserias y la hambruna precisaban distraimiento, pequeños sainetes entre lo folclórico y lo propagandístico: cine, en todo caso, muy frágil, inevitablemente sostenido por una infraestructura gubernamental de escasos medios y atrincherado, sin ambages, en el doctrinario fascista, autárquico, firme en sus símbolos y empecinado en valerse del medio cinematográfico para anestesiar la sensibilidad de la ciudadanía, puesto que no era precisamente conveniente azuzarle películas de mucho pensar ni de contravenir la moral reinante. En mitad de este panorama coyuntural, tenido en ocasiones por rancio sin que yo encuentre muchos argumentos para desmentirlo, Edgar Neville, nacido Conde de Berlanga, se constituye como el primer referente del cine español, su primer icono, la primera figura intelectual fuera de los escenarios o de los nombres populares (actores y actrices ) que eran la verdadera cara del cine para la población.
Edgar Neville nació ya señorito cuando finiquitaba el siglo XIX, en Madrid. De cuna aristocrática, conoce la cultura más refinada y pronto comienza a escribir, relacionándose con Ortega y Gasset, Gómez de la Serna, Alberti, Dalí o García Lorca. Se alista por un mal de amores a la guerra en Marruecos y regresa asqueado de miserias y de sangre. Junto a Falla y Lorca, gestiona el luego inmensamente famoso Concurso de Cante Jondo en Granada. Aficionado a los toros y amigo de Juan Belmonte, recorre España entera en coche, acompañando al diestro por todas las plazas. Licenciado en Derecho y Filosofía, se decanta por la Diplomacia y ejerce en Washington como agregado cultural hacia 1930. El mundo del cine le fascina al punto que abandona la carrera política y busca empleo en la Metro Goldwyn Mayer, donde conoce a Douglas Fairbanks y Charles Chaplin, que le permite filmar algunos fragmentos de la grabación de Luces de la ciudad, en la que sale como extra. Gracias al propio Edgar, gente de la cultura patria como Jardiel Poncela, José López Rubio o Vicente Blasco Ibáñez entraron en Hollywood a principios de los años 30. Miguel Mihura, por estar enfermo en esa época, no pudo viajar. Esta diáspora no fue especialmente relevante, pero fue la primera y ese carácter pionero es lo que hay que remarcar.
Regresa a España y decide ser director. Aunque republicano de corazón y carácter, Neville se alía a los nacionales y se pone al frente del Departamento de Cinematografía. De ahí saltó a la Dirección Nacional de Propaganda en 1.940 y se rodeó de la crema de la intelectualidad para abordar un panorama cultural de altura, en sus palabras, "que retirara lo ridículo, lo cursi, lo provinciano y lo vulgar". Es posible que esa sola intención lo convirtiera en una heroicidad de la época, en un adalid de la modernidad. Muy preocupado por amalgamar el sainete de costumbres y el retrato pintoresco del Madrid de la época, Neville hizo una serie de películas ajenas a la habitual ramplonería argumental. No en vano era escritor y no consideraba que la literatura fuese a la zaga del cine o viceversa. Para granjearse el favor del régimen y se haga borrón y cuenta nueva de su simpatía por los de la república, dirige en la Italia fascista de Mussolini algunas películas (La muchacha de Moscú, la más recordada) y se jacta de que, en el fondo, es cine de autor, si es que esa expresión existe, aunque se le guíe y hasta obligue a que siga un patrón y desoiga otros.
La contradicción de hombre de izquierdas convertido en obrero franquista le trajo más de un disgusto. Nunca estuvo cómodo en España, aunque no hizo patria en ninguna otra. Su cine chocó muchas veces con la Censura, a la que nunca se plegó o, al menos, no lo hizo enteramente. Su ironía es temida por el régimen, aunque probablemente no supieron entenderla. Esto suele pasar a los funcionarios de todas las tiranías. Mi calle, su última película, en 1.966, constituye un sobrio ejercicio testimonial, una puesta en escena de todos sus quebrantos morales y sentimentales.
Edgar Neville fue maestro en muchas facetas del cine. Abrió una brecha enorme en el discurso fílmico, antes hasta entonces sometido a muy pobres soluciones técnicas. Su fama de hombre teatral, dramaturgo de éxito y amante de todo el teatro clásico español, le permitió dominar los diálogos, creando una estructura coral siempre al servicio de la comicidad inteligente, nada chabacana, y a la preeminencia del actor como eje fundamental de todo el complejo sistema de referencias y componentes que articulaban una película. Era la primera vez que el actor era considerado como el verdadero eje de modo que, tras Neville, empezaron a desfilar por las revistas en blanco y negro de glamour de la época los primeros nombres de actores o actrices "famosos". Además Edgar Neville era amante de la buena mesa, de la vida alegre de su Madrid de sainete y nunca abandonó un fino y natural sentido del humor. "El humor es el lenguaje que emplean las personas inteligentes para entenderse con sus iguales" decía.
En los años 40 llegó el esplendor de Neville. Su cine castizo y costumbrista reina en España. Y de esa época es lo que a juicio de muchos críticos es la mejor película de cine fantástico de la Historia de nuestro cine patrio, La torre de los siete jorobados , una rareza de fantasmas y ruletas, de mafias que maquinan sus fechorías bajo el suelo de Madrid, en unos laberintos. Ni era la época para hacer cine de esta factura ni tampoco el país. Probablemente ni siquiera tenía un público educado en esas extravagancias. Las licencias, para los extranjeros. La estricta Cinematografía nacional no parecía excesivamente contenta con esos coqueteos con lo sobrenatural. Se le llamó "sainete expresionista". No ha vuelto a ver ningún film parecido. Algo de Alex de la Iglesia en sus principios quizá. Después Neville se alejó de los gustos populares: su cine era demasiado vitalista, no afín a sensiblerías. Tampoco era popular en el sentido de facturar películas de humor grueso al gusto de una clientela ávida de carcajadas y no de continuas y leves risas durante hora y media de metraje. Guardo un recuerdo muy agradable de La torre de los siete jorobados. La vi en un ciclo matutino de cine universitario en un programa doble con otra joya de la época, El Clavo, de Rafael Gil. Era un consumado conversador y practicó, cual genio renacentista, todas las artes y en todas adquirió nombradía. Incluso jugó en la selección nacional de Hockey sobre Hierba.
Yo leí Don Clorato de Potasa, su primera novela, hace muchos veranos, a pie de ola, teniendo leves referencias sobre el Neville cineasta. Hoy la he visto escondida en un anaquel y he vuelto a ojearla. Las gracias verbales, el artificio elocuente, la ingenuidad de los personajes y el humor por encima de todas las cosas, me hicieron disfrutar, entre vaivenes de espuma, juegos de niños con paleta y mozas enamoradas del cobrizo sex-appeal del Coppertone. Novela de vanguardias, las de la época, de un erotismo escondido, pero deslumbrante, está dedicada al torero Belmonte y a Dalí. Una vez conocida su biografía, cae uno en la cuenta del tono autobiográfico o, al menos, inevitablemente personal de lo narrado. La historia va de Madrid a Nueva York. Una capital de España zafia y tosca, poblada de aristócratas comidos por las deudas y el hastío, desocupados y tristes y una Nueva York glamourosa, llena de chicas de revista y luces de neón, jovial y sentimental, abierta al mundo. Clorato, el protagonista, asesina (de una manera absolutamente delirante, no es cosa de contarlo porque es muy divertido) a una baronesa, le roban y emprenden una fuga a París en donde el buen hombre se enamora de Odette. Elegante, desprejuiciadamente divertido, arropada por una prosa cuajada de hallazgos poéticos al mismo vivo estilo de Gómez de la Serna, Don Clorato de Potasa, motivo de este largo ya comentario, es literatura de evasión de primer orden, alejada de cualquier signo de trascendencia. Eso contando con que el humor no sea trascendente, cosa que estoy dispuesto a refutar con todas mis ganas. Un director ilustrado en un cine sin lustre, lo calificó Román Gubern. Exquisito en sus gusto culinarios, cultivado en el humor más fino, engordó y adelgazó las veces que hizo falta; no se privó de la buena vida que el dinero puede proporcionar y se dedicó a hacer lo que más le gustaba: crear. Daba igual dónde. En realidad, cualquier cosa era factible de recrearse, permítaseme el verbo. A mi padre le gust5aba mucho El crimen de la calle de Bordadores. Decía que se hubiera hecho en Hollywood saldría Clark Gable o Bette Davis.
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