El cine no cuenta la parte cotidiana de las vidas de sus personajes. No se les ve afeitarse, por lo común, vestirse o hacer sus necesidades primarias en la intimidad de un aseo. Está de más entrar en ese estado privado, tal vez poco útil para la trama. Uno agradece esa censura, prefiere que lo observado tenga un contenido menos prosaico y adquiera, aún a riesgo de que roce la incredulidad, tintes más épicos o líricos. Amamos esa falsedad, la aceptamos sin chistar. No se desea que la cámara hurgue donde no está invitada, no pedimos que todo sea rigurosamente realista. Quizá duele a la vista (por no ver lo que uno querría y por no tener coherencia narrativa alguna) que la mujer, al levantarse de la cama tras yacer con su pareja, se tape los senos con las manos o se envuelva en la sábana y corra a saltitos al cuarto de baño, sin que podamos ver un desnudo legítimo. No fuimos invitados a esa ceremonia de lo privado, no permitieron que la realidad fluyese a su pedestre aire. Nunca vimos a Ingrid Bergman lavarse los dientes en Encadenados o a Stewart Granger acomodarse el calzón en El prisionero de Zenda. Quizá no interese esa restitución doméstica de la ficción a la que tanto le exigimos. Queremos que nos engañen (la vida a veces es demasiado gris) pero nos molesta que todo sea demasiado idealizado, rebajando aquí y allá los trazos toscos, lo que no es deseable ver o lo que no aporta nada a la trama. Nadie, en ese hilo de las cosas, echaría en falta que la cámara hubiese seguido a la Ava Gardner de Mogambo con más fiereza. Si el animal más bello del mundo dormía de costado o boca arriba o ver con qué pie se levanta, si el izquierdo, el derecho o hace un ejercicio malabar y planta ambos con decidido ánimo o donde hace sus abluciones en ese incómodo lugar del mundo. No sé qué nos hemos perdido o qué gana el buen aficionado al cine cuando el director suprime deliberadamente toda este irreflexivo volcado de la realidad pura, sin el trabajo posterior que se ejerce sobre ella para que sobrevivan únicamente los aspectos idílicos, los que significan algo y hacen que la historia (ya digo) no se distraiga con lo que no debe. Lo de las sábanas cubriendo a los amantes no siempre cuadra, no se resuelve con la habilidad debida. Imagino a Lubitsch, sí, el de las puertas, haciendo una elipsis que no caiga en el marrón estético y moral de las sábanas, pero claro, es que he dicho Lubitsch. Al animal más bello del mundo no le habría importado que la filmasen en la ducha o cepillándose los dientes o sacando el sobre del té de la taza. Podríamos habernos recreado con colmo de pequeña lujuria confesable con todos esos actos frívolos, inútiles, pero invariablemente disfrutables. Por amor al cine. Por amar a Ava. Por la persistencia de la memoria. Por vicio. Por la fe en la belleza.
8.5.22
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