5.5.22

125/365 Jaime Gil de Biedma

 



Estoy detrás de un poema de Gil de Biedma en el que el poeta se queja de los inviernos duros y luego fatiga el litoral catalán por ver si llueve o no o si los días se empecinan en pasar lentos y acaban haciendo que nos sintamos muy solos . Era algo así; recuerdo detalles inconexos. Yo no aseguraría ahora si es de Gil de Biedma o es de Ángel González y en vez del litoral catalán era el cántabro o el andaluz. Hay poetas de los buenos que tienen versos canjeables. No se molestarían, caso de que se les achaquen el equivocado. Vengo notando que pierdo la noción exacta de las cosas. Parece confirmarse lo que ya barruntaban mis abuelos: que se adelantan las lluvias y el gobierno, reunido en emergencia, ha dicho que a río revuelto, ganancia de poetas, que a todo los poetas le sacan punta, afiladores del mal ajeno y testigos convulsos del rocío en la madrugada y el pulso herrumbrado de las olas castigando unas tumbonas. Los años cobran siempre sus tasas: esto ya lo he escrito por algún lado, pero me conforta. También he garabateado alguna impresión sobre la niebla: ” a ras de niebla, Dios oye el latido del mundo”, pero no tengo la certeza de que sea mío del todo. Igual es de un poeta ruso de librería de La Corredera, en Córdoba. Ahí, en una librería antigua y confortable, entreví que era en los libros en donde podía salvarme. Quizá descubrí a la misma vez las dos circunstancias: que me estaba perdiendo y que en ese refugio estaba mi salvación. Compré en mis años de deslumbramiento muchos libros de poesía. Los de Gil de Biedma son de esa añada. Los veo como el que ve una fotografía antigua en la que la cara todavía no ha dejado entrever ningún quebranto y los ojos tienen ese brillo animal en donde cabe el mundo. Hay paseos que comienzan con una señora gorda que nos pide la hora y terminan en una librería antigua en donde la panza vertical de los libros piden lectores que les rediman el tedio y la soledad. En España sucede que se escribe más que se lee. La fascinación por la lectura es, en todo caso, menor que las tentaciones de la televisión. No hay batalla posible. No hay razón para ella. Se tienen a mano los libros. Abre uno cualquier página y se embosca en unos versos. Le suenan familiares, pero de pronto constata un fulgor inédito, una especie de pequeña y rudimentaria alegría, imprevista y tal vez también fugaz. Poesía valiente y urbana, de místicas pedestres, que son las que hacen que terminemos a salvo, rumiando nuestra desesperación, pero sin dejarnos vencer por su terrible peso. Hace muchos años que murió el poeta de la experiencia. No soy de leer en efemérides. Me parece un acto artificial, aunque alguna vez me he dejado llevar. Como una especie de tributo. Le debo mucho a este hombre que fumaba mucho y se enviciaba mucho. Era el hombre que no quiso ser poeta sino poema. No conozco a nadie que lo haya deseado más, a nadie que lo haya conseguido como él, pero igual mañana encuentro otro que cumple con los requisitos.  De él me dijo un amigo también poeta, menor y provinciano, que conocía a alguien que le había relatado que lo vio en una conferencia o en un recital de poemas en Barcelona y que luego paseó con él cuatro o cinco bares, que había bebido hasta alcanzar un desmayo presentable y había pronunciado la verdadera conferencia a pie de barra, iluminado por los vapores del éter, citando a Kavafis, en mitad de su trasegar etílico. Qué hubiera dado cualquier lector de poesía por estar ahí, en ese juntar las palabras, en ese mirar al cielo y contemplar su silencio. Sigue sin haber nada tan duro como una habitación para dos, aunque el tiempo, ese pariente pobre (escribe) que conoció mejores días, irrumpa con una felicidad anómala, no de las ejecutadas, como loca o asalvajada. A veces Jaime Gil de Biedma se enfrentaba a sí mismo: eso de cambiar de piso o dejar atrás un sótano negro (más negro que mi reputación, creo recordar que decía el verso) o que la vida, he aquí su prodigio, la poesía maravillosa, acaba por dejarse tocar y la vemos desnuda y sabemos (ay) que no iba en serio, aunque se comprenda tarde y no pudiéramos (como anhelábamos) llevárnosla por delante. Dejar huella quería y marcharme entre aplausos, recito de memoria. No temo equivocarme. También eso sería perdonable. Los versos se rehacen cuando se recitan. La memoria escribe su parte y envejecemos con ella y morimos. Ese es el único argumento de la obra. El lector avezado recordará como yo la ruina de la inteligencia, ese país ineficiente (¿era así?), la España cainita, ese pueblo de costa donde tener una casa y memoria ninguna. Lo del noble arruinado, lo del niño con ganglios. A Jaime Gil de Biedma se lo comió un sarcoma de Kaposi, el primer síntoma de sida. Su cuerpo se murió poco a poco, cuál no. Todos hacen lo mismo. 

1 comentario:

David Mariné dijo...

Maravilla, tu entrada y Jaime. Como siempre un placer leerte

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