9.5.22

129/365 Wislawa Szymborska

 


El primer poema que leí de Wislawa Szymborska tenía un gato en un piso vacío que más tarde resultó una especie de fantasma a la espera de que regresara su amo y todo recobrara la rutina de antaño, pero el amo no va a volver o es el propio gato el que definitivamente se ha ido y ya ni trepa las paredes, ni se restriega entre los muebles. Imaginariamente (tal vez eso sucede en su cabeza tan sólo) alguien le pone pescado en su plato, pero no son las manos del amo, qué va. Es que algo no sucede como debiera. La vida, cuando se pone levantisca, sucede siempre de otra forma. Al parecer Wislawa Szymborska vivía como el gato en el piso vacío de su poema. Se da poco, se reserva, echa en falta la rutina de antaño, todo eso. De pequeña, besaba ranas en la creencia, quién sabe, de que el milagro acaeciese y el príncipe entrase con ella al pueblo de la mano. En cierta ocasión, ella y una amiga ataron un niño a un árbol y allí estuvo el tiempo en que decidían quién de las dos lo amaba más. Leer a Wislawa Szymborska hace sonreír, sobre todo. Le hemos extirpado casi quirúrgicamente el humor a la poesía, eso hemos hecho. La misma literatura debería impregnarse de ese aire suyo de liviana emoción, pero se le pide que trascienda, que nos faculte para percibir la tragedia del mundo con el gesto contrariado y casi un mohín de desprecio en la cara. Es hermosa la vida, nos dice Szymsborska casi constantemente. Se la ve de una humildad tan digna que conmueve. Como si pudiera hablarnos de la locura del hombre como casi nadie y decidiera tirar de ironía y hacer de un gato en un piso vacío el centro exacto del ancho y ajeno cosmos. Hay en ella un tono cercano, casi una conversación a la que acuden espectadores como si fuese un acto público. Es la intimidad la que prende en todos. La paradoja consiste en que esa humildad suya se hace fuerte y sirve para que la bondad se enseñoree y triunfe. Su poesía se basta de muy pocos elementos, pero los apura hasta que extrae de ellos la verdad, que no precisa retórica, sino contundencia, brevedad, simplicidad también. Con todo, hoy me he levantado pronunciando su nombre. Luego he leído el poema del gato y otro de una nubes. Ella quiere darse prisa en escribir el poema porque las nubes se van, es cosa de nubes irse, no mantener orden ni compostura. No se puede confiar en ellas. Vale más una piedra, sostiene. Su firmeza y su peso la hace nuestra con generosidad. Las nubes, sin embargo, no tienen ese apresto de cosa poseída. La vida es una nube. No tiene paciencia. Avanza con alocado afán. Está aquí y poco después ya no está en ninguna parte. A las nubes no les importa la vida de quienes la observan, qué ligereza de afirmación, qué poco dice, pero ellas no necesitan ser vistas para que continúen su trasiego en el cielo, su danza secreta, su desfile etéreo. 

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