Uno viste a veces sin esmero, ocupa el cuerpo con la ropa que lo cubre, no privilegia una sobre otra; en todo caso, desestima más que elige. Triunfa la impertinencia de un abrigo y le concede a otro la representación de una estética. Hay quien se desmadra y quien se ajusta a un canon. También quien le atribuye a su vestimenta la consideración que no se asigna a sí mismo. Se cuida más la apariencia que el interior, podríamos decir. Al alma se la viste también y se aprecia si va desastrada o se le ha procurado un esmero, si lleva un atuendo que delate un descuido o si le asiste cierto primor, un deseo de que lo exhibido sea apreciado y cuente en la consideración que se nos da. Lo milagroso de ese vestir interior es que no precisa gasto. En lo demás, cumple la misma observancia que la vestimenta visible: agradece que se le dé cierta pulcritud, que se airee de cuando en cuando alguna prenda y se la saque a paseo, por ver en qué nos agasaja o por tener idea de cómo afecta a quienes condescienden a observarla con algún propósito durable, pero no hay nadie que todavía me haya dicho: “Emilio, qué bien planchada llevas el alma”. Quizá se le debería conceder esa atención con más decidido empeño. Porque a diario abrimos ese extraordinario armario y decidimos con qué nos presentaremos a los demás. En ocasiones, sin tener conciencia de la indumentaria, nos encrespamos o nos enturbiamos. Damos la medida equivocada de lo que realmente somos. Se desgobierna la intención más preciada: la de dejarnos ocupar por la Alegría, que es un traje entre los trajes. Tenemos muchos. Saber por qué elegimos el menos indicado es el fin (sin resolución) de este pequeño escrito vespertino.
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