23.5.22

143/365 Fernando Pessoa




Contrariamente al asiento popular, a lo por lo común atribuido a su persona o al decir de sus heterónimos, Pessoa no me desasosiega, no me causa zozobra, ni tristeza. Le tengo por una inspiración en momentos de flaqueza, sé encontrar en él cierto consuelo y entiendo como bueno lo que otros perciben menos favorablemente, convencidos de que su poesía no apacigua el ánimo caído, ni provee del conforte espiritual con el que franquear ese momento de fragilidad y avanzar con paso firme hacia la bonanza y la alegría. No es que uno exhiba ahora el atrevimiento de decir que Fernando Pessoa era un dechado de entusiasmos, pero no hay ocasión en la que abra el Libro del desasosiego (que marca un hito en la producción filosófica o de interés metafísico en la obra del autor) y no encuentre la restitución de alguno de los males que me aquejan. Se establece un diálogo entre los dos que puedo repetir (o me pueden repetir) si abro un libro de Montaigne o de Canetti.

Nació en un tiempo en el que la mayoría de los jóvenes había perdido la fe o la creencia en Dios por la misma razón por la que habían accedido sus mayores, un poco con el arcano de los juegos, otro poco con la tozudez de la casualidad. Se llega a Dios sin razón y no se entra en él por la misma causa, viene a contarnos el Pessoa trascendente, el pensador escondido detrás de sus más de tres cajetillas diario de tabaco y su café abundante, en una de esas mesas de bar en las que sacaba a la luz una de sus personalidades canjeables. Debe quedar clara esa idea, la de que ninguna de esas voces era suya, no había ninguna en la que poder guarecerse, ninguna con más propiedad en el sujeto escritor que otra. Pessoa no es Alberto Caeiro, Álvaro de Campos, Bernardo Soares o Ricardo Reis y, al tiempo, en esas emulsiones está él, se le puede ver: sólo hace falta ahondar, atreverse a pasear esa espesura. Caeiro, el más cercano, es sensual, es pagano, es el poeta, es el más libre, es el que Pessoa hubiese deseado ser, no el hombre plano, el huérfano de emociones. Porque Pessoa (persona, en portugués) se valió de esas imposturas y las usó como máscaras tras las que vivir todas las vidas que no le tocaron, las fabuladas y hasta las mentidas. No era nada, no quiso ser nada y, sin embargo (dejó escrito) «tengo en mí todos los sueños del mundo». El sueño más personal fue el del Libro del desasosiego. Estuvo años entregado a su causa, hasta que la muerte le separó de su conclusión.

Un año antes de morir vio su poesía publicada. Así que hay que pensar en un poeta oculto, que escribe para si mismo o para algunos allegados. Siempre me fascinó esa idea, la del escritor que no tiene apenas proyección, incluso la del escritor que carece completamente de la satisfacción de que su obra haya sido publicada. Hoy en día, el escritor encomienda esa difusión a un blog, que es una especie de publicación invisible, que no alcanza el rigor físico y contundente del libro, pero hace las veces de él y cumple con creces la función del mismo, pero Pessoa vivió en otra época. Creo que hubiese sido obstinado usuario de las redes sociales, de vivir hoy. Habría escrito a diario, habría ampliado a diario su diario del desasosiego, habría inventado más heterónimos. Estaría fragmentado por toda la red, no habría manera de juntar todos los pedazos y montar la figura del ortónimo, la de Fernando Pessoa, un poeta muy tímido, fumador absolutamente empedernido, lector de sí mismo, bebedor incansable de café y de aguardiente Águila Real, su ingesta favorita, en una de esas vinaterías tan fabulosas del viejo Lisboa.

 


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