Decían sacar de sí mismos partes que no conocían cuando tocaban música. A gente como John Coltrane o como Bill Evans no les fascinaba la posibilidad de ser otros, al modo en que a veces incurren quienes escriben. Lo que buscaban era encontrarse ellos mismos. Como si el fuego oculto del que hablaba Miles Davis fuese el que contase quiénes eran y no el fuego visible, la inclinación natural a ser sociables o a disponer de una sonrisa cuando se requiere que aparezca. Luego están las drogas, la idea de que no se puede extraer esa locura interior si no la espolea la química. Sin embargo Coltrane y Evans eran tipos tímidos, de los que no necesitan airear su talento o se refugian en la intimidad, en el pudor, en cierta vida contemplativa en la que la música que practicaban contribuía a reconcentrarse más. Si uno es capaz de limpiar todos los instrumentos que acompañan al piano de Evans o al saxo de Coltrane podrá encontrar ese pudor, esa limpieza en el trato a las notas. No sé qué busca otro aficionado al jazz. La verdad es que no tengo, entre mis amigos, muchos de ellos. Sé que yo busco la grandeza, la certidumbre de que se me está alimentando. Que se produce la comunión entre quien toca y el que escucha. A veces lo siento en la literatura, pero ningún escritor me ha transportado a su casa, al fuego oculto de donde mana su creatividad y su talento, como ciertos músicos. No solo Evans, no solo Coltrane. Será cierto lo que me decía, no hace mucho, hablando de otros asuntos, mi buen K. La música cuenta todo lo que no cuentan las demás artes. Y lo hace con más eficacia y rapidez.
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