Mi perro Nibelungo desconfía de los gatos y, contrariamente
a lo que hacen el resto de los perros que conozco, no consiente entre sus
vicios callejeros la intimidación ni el ladrido disuasorio. Mi Nibelungo es animal de raza muy retraída, se engolosina con las palomas
en los parques y arrima su lomo a mi paso cuando la calle se vuelve ruidosa o
advierte la cercanía de otros perros a su rabo. Otro de los asuntos que hace que Nibelungo destaque entre los suyos es su asombrosa afición a la ópera o
al cine negro. En cuanto escucha una voz barítona se agita como si anduviera en
celo, ladra con emoción y pone los ojos como en blanco. A poco que preste uno
atención, si se le observa con detalle, se percata de que en algunos arias
particularmente hermosos de Verdi, en los que las voces son arcangélicas y los
violines suenan celestiales, Nibelungo sigue el trayecto invisible de las notas
moviendo delicadamente la cabeza, y hay ocasiones en las que podría parecer que
conoce las partituras y actúa como el director de la orquesta, subiendo o
bajando la pata, escorándola a izquierda o a derecha como si fuese una batuta.
Tampoco pierde oportunidad de echarse en su alfombrita de paño turco y
acompañarnos a Natalia y a mí cuando ponemos El cartero siempre llama dos
veces o Perdición, obras cumbres del cine negro de los años
cuarenta. Cuando asesinan a alguien, por la espalda o a cara descubierta, ladra
y se advierte que el ladrido perruno y el llanto humano son, en el fondo, la
misma secreta y enternecedora cosa. En los títulos de crédito, Nibelungo no se
levanta de inmediato. Agacha el morro, entorna los ojos y se diría que mastica
las cosas que ha aprendido. Luego se yergue, estira su cuerpo pequeño y sale al
patio o se retira a su colchón.
Comparte Nibelungo conmigo estas extravagancias domésticas y
me busca, caída ya la tarde del viernes, para olisquearme la bata. Le tengo yo el cariño que a veces no le dispenso a ninguna criatura de mi raza.
Le saco de paseo al parque o le llevo a una tienda de animales domésticos en
donde lo asean, lo pelan y le hacen sentir el perro más maravilloso del
cosmos. En ese ir y venir por las calles jamás me puso en evidencia al modo en
que lo hacen los perros de los demás. Nunca cortejó a hembra de su raza ni marcó con su micción su territorio de andanzas y distracciones.
Esas pasiones del corazón perruno no le interesaban lo más mínimo. Tampoco se arrimaba
a las peleas con las que suelen adornarse los parques que frecuento. Al verlas,
alzaba una pizca el morro, movía ligeramente el rabo y abría con verdadero
interés los ojillos, pero ahí acababa todo sin interés en la pendencia. Igual que Cátulo cantó al gorrión de Lesbia y
Antonio Gala dedicó un librito a su perro Troilo, lo mismo que los
ingleses adoran los gatos o los hindúes saben que la vaca es un animal sagrado,
yo consagro este capricho literario a mi adorado Nibelungo, que anoche se fugó de
casa con otro perro no sé si de su raza, torpe y aburguesado como él, seguro, cuyo dueño me
confesó el amor que su mascota, Traviato, tenía por las óperas de Verdi.
- Les pierde el bel canto, las masas orquestales, la
épica de esos héroes románticos - comentó atravesado por una congoja
indecible.
Desde que Nibelungo no está en casa, todo va mal y camino de
ir a peor. He perdido casi completamente el apetito, apenas me interesan las
cosas que pasan en el mundo, no asisto al trabajo con la alegría de antes, no
hablo con mi mujer e incluso he abandonado pequeñas normas de higiene a las que
antes me entregaba con absoluta eficacia. He dejado crecer mi barba. La tengo
agreste y salvaje. Falta que hagan nido un par de mariposas en su boscosa mata.
Tampoco me importaría, la verdad. Igual me dan compañía en las noches y les
tomo cariño y ellas me lo toman a mí. En el fondo soy un sentimental, ya ven.
Uno de los que se arrugan cuando le hablan con ternura o cuando, pongo por
caso, un perro se hace extensión de tu sombra y disfruta de tus cosas como
nadie ha disfrutado nunca. No pongo el pie en la calle salvo que tenga que ir al médico
a que me examine por si este mal que padezco tiene una cura a la que pueda
contribuir la medicina. Yo sé qué hará que sane. Ni el psicólogo que mi mujer
quiere que visite ni todas las pastillas de colores del mundo obrarán el
milagro. Lo que quiero es que un alma caritativa, un gentil señor o una buena
señora, un niño gordo o una niña con trenzas llame al timbre de la puerta y me
entregue a mi Nibelungo. De verdad que la vida es insoportable sin él. He
pensado muchas veces en lo idiota de mi comportamiento. He razonado que hay
personas que pierden seres queridos y levantan cabeza y vuelven a tomar café en
las terrazas y hacen las compras en los mercados. Sé que la vida sigue y que
todas las heridas, incluso las más terribles, cicatrizan, pero no hay manera de
que todas esas buenas cosas que pienso me las crea y me hagan efecto. La vida,
si no fuese tan cruel, sería una de esas películas con argumentos terribles que
uno ve y de las que se olvida a los diez minutos, pero mi vida es una película
triste y sigo sentado en una butaca, mirando la pantalla, contemplando la
secuencia patética de mi existencia.
Hace un par de días que me dejó mi mujer. Dejó una sencilla
nota debajo del imán en forma de perro de peluche que tenemos en el
frigorífico. Decía:
- A Nibelungo es posible que lo encuentres. A mí me
perdiste el día en que el maldito chucho puso el pie en esta casa-
No he quitado el papel prendido al frigorífico todavía. Lo
miro para que me recuerde que Nibelungo no está. Uno no le desea su mal a
nadie, desde luego, pero no de vez en cuando me recreo en la posibilidad de que
alguno de los que consideran que estoy loco o que solo me mueve el capricho y
la frivolidad sientan en sus carnes el dolor que siento. Tampoco lo entienden
mis jefes, antes tan comprensivos con todos mis asuntos. No me dijeron nada
cuando llegué tarde el primer día. Se limitaron a hacer una pequeña broma con
el despertador, pero cuando mi indisciplina horaria malogró la firma de un
contrato, me llamaron seriamente al orden. Puedo incluso llegar a entender que
les irritara la forma en que había descuidado mi aspecto. La barba montaraz, el
desarreglo en el vestir o las uñas sucias y sin cortar. Lo que no comprendo es
que se tomaran a broma el extravío de Nibelungo.
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