Hay desarreglos cerebrales que explican comportamientos erráticos, desajustados de los comunes, imputables a la química, un lóbulo que de pronto se desquicia y no maniobra como debe, de modo que el aquejado de este desorden se mimetiza con el ambiente y adquiere el rol de quien tiene cerca, convirtiéndose literalmente en esa persona y procediendo a la manera en que procede esa persona, sin que en ningún momento se percate de la anomalía y, llegado al caso, en un extremo, hasta cancele toda conciencia de sí mismo y se crea el personaje que está, a ojos ajenos, siendo o representando. Es el llamado síndrome Zelig, en honor a la estupenda película (falso documental) de Woody Allen de 1983. No es un proceder censurable, habida cuenta de que la irrupción de esa persona impuesta a la realidad no es premeditada, ni obedece a un exabrupto creativo, pensado para conseguir un propósito. Uno comprende que la extravagancia a veces se granjea el aplauso del auditorio que la observa, pero el sujeto afectado por este delirio no busca ese aplauso, sino que se cree de verdad la trama que está ejecutando.
Podría parecernos que el síndrome en cuestión es una empatía extrema o enfermiza. A Leonard Zelig, el personaje de Woody Allen, al Zelig sobrevenido como enfermo (no es otra cosa), lo que le ocurre es que desea ardorosamente ser aceptado por los demás por lo que despliega un método de actuación que palie esa carencia. Es un camaleón invertido: no anhela pasar desapercibido al adoptar la impronta ajena, sino justamente lo contrario, la claridad, la exposición continua. Siendo invisible, uno puede ser cualquiera. Ser todos es, paradójicamente, no ser nadie. En la vida de a diario, en su trasegar a veces febril, hay zeligs a cada paso. No lo bordan, no hay una interpretación perfecta, ni siquiera el camaleón copia cada rasgo e imita cada gesto de la persona a la que dobla, no hace falta. Basta un pequeño detalle, asentir cuando el otro asiente, negar si el otro niega, decir los mismos chistes que el otro.
Lo difícil ahora es no ser Zelig, actuar genuinamente, por decirlo de alguna manera. No está bien visto hacer lo que uno desea, se prefiere seguir el común ajeno, está más aceptado que andemos en comandita, sin que nadie se salga de la formación. El mundo es de Zelig, está hecho para que nadie destaque, pero también sin que nadie pase desapercibido. Solo hay que mirar las redes sociales. Cómo habría disfrutado en ellas nuestro personaje, qué felices jornadas de transustanciación ideológica o moral o estética (qué más da) habría tenido el bueno de Zelig, ese falso invisible.
A ojos de neurólogos y etíólogos de prestigio, Zelig obra así por algún trastorno hormonal (de glándulas) o por la ingesta masiva de comida mejicana. La psicoanalista Fletcher (Mia Farrow), la psicóloga que lo trata y de la que se enamora, aduce que todo es una enorme carencia de autoestima. El propio enfermo lo suscribe: quiero caer bien, ser como los demás me da seguridad. Los síntomas se deben a una pérdida de la inhibición del lóbulo frontal cuya función es controlar la identidad, produciéndose una atracción hacia cualquier otra que interfiera y la atraiga.
El camaleón es un ser coherente en su paradoja. Todo empezó en la escuela, recuerda Zelig. “Me preguntaron si había leído Moby Dick y mentí “. No hay ansiedad en esa mimesis proteica. Zelig sobrevive. Recurre a los otros porque no sabe quién es. Es asombrosamente otro cada vez, sin que cunda en su memoria todos a los que ha mimetizado. Ese recuerdo sería tan insoportable como el mismo mal que su desviación pretende paliar. Usa a los demás por inercia. Da igual quién sea. Ocurre, sin embargo, que Zelig, el paciente, de pronto se ve a sí mismo: es una imagen nítida que lo agrieta. Llega a decir: “Cójame, que me caigo”. La sacudida no es, al cabo, lesiva. Zelig vuelve a desenvolverse como suele. Es su oficio, su guarida, pero recurre a la ironía y le dice a unos muchachos: “Chicos, sed naturales. No imitéis a los demás, aunque creáis que lo saben todo. Sed como sois y decid lo que pensáis”.
Complaciente y animado, Zelig se codea con los personajes más relevantes de la época en que se recrea la película, los años treinta: el papa Pio XI, Josephine Baker, Al Capone, Herbert Hoover, Scott Fitzgerald y el hasta Adolph Hitler. Disfuncional (padre hosco y represor, madrastra perversa), Zelig sigue castigado en el armario donde lo confinan de niño. El yo imaginado no acaba nunca de materializarse y muta de objeto en objeto, colonizándolo con mansedumbre, sin que en ningún momento se manifieste repulsa por quién es imitado. Lacan une tragedia y comedia, pero Allen ha leído mucho texto griego y no desdeña un buen coro recitador y un filósofo distraído.
Woody Allen realiza un portentoso retrato de un marginado que empatiza con los demás y los duplica. No hay violencia en ese acto invasivo. Lo mima como a casi ningún otro personaje suyo. Incluso lo normaliza, permítaseme esa osadía: le retira su afición a ser otros y hasta lo mete en uno de esos finales felices en el que su doctora lo encuentra en un discurso del Führer, lo monta en un avión de vuelta a casa y suena la música de la felicidad.
Adenda:
No sé la de veces que he visto Zeligs alrededor mía; la de veces que he sentido que el camaleón (por algún desarreglo neuronal o por ingesta masiva de cerveza checa) soy yo.
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