4.5.22

124 / 365 Rembrandt van Rijn

 


    A Marina Sogo, que hoy ha sido maestra de la luz también

Hasta al maestro de la luz le engulló la tiniebla. Por más que la venerara e hiciera de ella la razón misma del arte, Rembrandt sucumbió al peso de la sombra. El que pinta sabe cómo la oscuridad estraga la figura y entenebrece su sustancia más tangible, la que mide cada trazo y anhela que algo de la realidad perdure en el lienzo. Quienes no pintamos, tenemos la noticia de la luz, su inminencia o su recado de permanencia o de festejo y, al tiempo, una vaga conciencia de pesadumbre. Duele que la sepamos rondando, que una brizna de patetismo ocupe nuestra atención y lo creemos nuestro. A la luz se acomoda el ojo con soberbia entereza. No le preocupa que el brillo flaquee, ni que todo sucumba en la intendencia del tiempo. Aquí Rembrandt se sabe viejo y también sabio. Ha dejado huella para la posteridad, probablemente posee conciencia de esa especie de vanidad feliz. En otros autorretratos, el maestro se exhibe con vigor y entusiasmo, pero aquí toca rendir las cartas, buscar una vez más el fuego de la luz. Tiene sesenta y tres años. Es edad avanzada para su época. De ahí que comprenda lo fugaz que es todo con más apremiante vértigo. La cara la enmaraña y el gesto es el preciso: su justeza es delicada, pero agreste; intimida su sinceridad, acongoja su fiereza. Esos ojos están cansados. Más que mirarnos, nos interrogan. Su autoridad es legítima. Soy el dueño de la luz, parece decirnos. Después la luz le fue abandonando. Moriría no mucho después. Impresiona que se coja las manos. Parecen descansar también. Como los ojos. El fin espera. Terminarán las penurias, la dependencia del mercado. Rembrandt no era pintor de ninguna corte. No la había en la Holanda barroca. De haber nacido en el Madrid de la corte de Felipe IV, no habría tenido que mendigar, darse como lo hizo, pronunciar a diario las palabras de los comerciantes. Arruinado, Rembrandt sigue con sus obsesiones, aunque sufre que ni su nombre ni su arte tengan la indiscutible pujanza de antaño. Tiempos difíciles. La muerte se ceba con los suyos. Había enterrado a sus dos esposas y a su hijo. No puede pues dar otro rostro, pero hay un atisbo de sonrisa. Parece asomarse una vez más a la vida. La luz es suya de nuevo, aunque la acosen las sombras. Velázquez tendría tal vez esa misma cara, gastada y agotada, convencida de su propia finitud también. Los signos de la vejez lo coronan. Deberían prestigiarse, darles el afecto de lo bello. Guardan la memoria de una vida asombrosa. Todas lo son. Vidas de luz y de sombra, de tiniebla y de esplendor. 



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