10.5.22

130/365 Louis Armstrong

 


Quizá el Louis Armstrong verdadero sea el que no sonríe, el que mira como si le doliese mirarnos. Serán dos los armstrongs y nos han vendido solo uno, el que ejercía de embajador del optimismo y hacía que el jazz dejara de ser un asunto de negros o de blancos instruidos. A Louis Armstrong le debemos mucho y no se le ha rendido el tributo que merece. Hizo que la palabra jazz la entendiese quien no había sido iniciado en ella. Hizo que al negro se le admitiese en salones en donde no había entrado uno nunca y produjo el milagro de que los pies blancos se moviesen al ritmo que dictaba su trompeta. Armstrong ganó todo eso con una dentadura blanca y perfecta, sin la estridencia de otros, apenas haciéndose notar, dejando que la música ocupara un lugar preeminente, glorioso, alto y noble. Desde sus Hot Five y los posteriores Seven, Satchmo creó un género: él fue el que facturó los primeros éxitos, el que se fumó un canuto en un excusado del Vaticano poco antes de que le recibiera el Papa (decía que la marihuana era la borrachera barata, la medicina de los pobres y de los negros) o el que iba a las escuelas (las de los barrios bajos y las de los altos) para que los niños escuchasen cómo sonaba el dixieland. No le importaba ser el negrito dócil: su misión era tan elevada que pagaba a gusto esos peajes de la fama. El jazz es la venganza de los esclavos, escuché una vez. Un blanco, al tocar jazz, es un negro, uno de una negritud prestada. Todos somos negros cuando escuchamos a Satchmo, negros con colmo, negros como el carbón de la mina más oscura, a la que la luz no llega nunca, negros como la noche triste de un poema de desamor, negros hasta que no se acuerda uno de la luz, negros perfectos, negros excelsos. Tenemos el jazz antiguo y el de ahora, el jazz de los sábados por la noche, el jazz de la costumbre del amor, el jazz del barro, el jazz de la luna en la calle Bourbon, el jazz de cuando Billie cantaba en la cárcel la historia de la fruta más extraña, el jazz, ah el jazz, no habrá nunca palabras que sepan contar qué dice el jazz cuando se pone a hablar en serio, cuando se desmelena o se pone trascendente, cuando la sangre cuenta el peso del mundo y la cabeza registra el dolor y lo convierte en un baile o en un rezo. Quizá el jazz sea una religión y todos seamos, sin saberlo, feligreses dóciles, blancos dóciles, negros como Satchmo en las calles de Nueva York, impartiendo su pedagogía, haciendo que los niños se acerquen y lo miren y vean cómo infla la cara y sopla la trompeta para que los santos marchen y el mundo sonría. Luego está el jazz umbrío, todo ese jazz de la penumbra de la cosas, del lado de sombra, el jazz del apocalipsis, el que piensa en sí mismo y no mira a nadie porque se basta a sí mismo, se duele y se basta, a sabiendas de que nadie va a venir a interrogarlo. Y detrás está Satchmo, está Louis con su traje recién planchado y su boca grande de negro bueno. En realidad, su bondad era publicitaria. Tenía fama de levantisco, adusto a veces, con frecuentes cambios de humor. Quién no sonríe y luego se arrepiente. De verdad que detrás de cada pieza de jazz está Louis Armstrong. Ni él mismo lo supo cuando estaba entre los vivos. Hay veces que hacemos cosas de las que no tenemos noticia. Yo mismo fui anoche Satchmo y me levanté sin saber muy en qué consistía ese oficio. Gordo como estoy, me muevo como nadie cuando me tocan las notas precisas, las adecuadas. Ya se me está olvidando lo que he escrito. El jazz empieza con él. Miles Davis decía que no hay nada que Louis Armstrong no haya tocado, ni un solo matiz, ningún sonido que pueda salir de una trompeta. 

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