6.5.22

126/365 Ingrid Bergman





De Ingrid Bergman poseo un rostro. Luego está el enfermo de cine, que piensa en la Alicia de Encadenados o en la Ilsa de Casablanca, pero la parte en la que más disfruto es en la que contemplo su rostro. Sucede siempre y sucede de forma absolutamente satisfactoria. Tampoco importa que sea la Ingrid Bergman joven, la que reclutó Hitchcock, o la que abandonó la industria y el glamour de Hollywood, dejo a su primer marido y a su hija, a la que vería poco en adelante, para que Rossellini le extrajera el lado menos dulce y frágil, la hiciese su compañera y le diera un hijo. No entro en la turbiedad moral de la mujer ni saco ningún placer en husmear en una biografía convulsa. A lo que me entrego con absoluta fruición es a la actriz, a la mentira registrada en fotogramas, en todas esas historias maravillosas en donde prestaba su rostro angelical y perfecto. Pienso en cómo ese rostro fue ganando con los años el aplomo secreto de la belleza y en cómo esa dulzura y esa fragilidad que desprende brindaba a sus personajes matices extraordinarios. No cuenta la biografía escabrosa: su primer marido la acusó de ser alcohólica y promiscua, sin que ella rebajara ninguna de esos dos atributos. Cuando acabó el romance con el director italiano, regresó a Hollywood con vivo arrepentimiento y se le concedió el perdón. Se privilegió su bondad angelical en Las campanas de Santa María que su caída en desgracia al romper un matrimonio en la vida real. 


Anoche escuché su voz original, no la doblada. La encontré en Luz que agoniza, el drama victoriano de George Cukor. Y es una voz enérgica, de un temple dramático que es capaz de encabritarse y de aterciopelarse sin que en ningún momento el personaje pierda credibilidad, hondura. Cukor era un excelente director de mujeres (una especie de Almodóvar al que le han birlado la excentricidad) y supo ir más allá de la cara bonita y de la juventud ambiciosa. En la cara de Ingrid Bergman (además) está todo el cine que amé en los años novicios, cuando la 2, la gloriosa segunda cadena de antaño, programaba ciclos de directores para mí desconocidos (Hawks, Renoir, Losey) y me confiaba (restituidas en un impecable blanco y negro) la certeza de un universo a descubrir, uno con escaleras en las que un hombre pulcramente enchaquetado, severo en el gesto, marcial en el paso, sube una bandeja con un vaso de leche o cuando (en un alarde absoluto de comedimiento visual, en una elipsis genial) una botella y una llave se convierte en objetos mágicos que desencadenan una trama entera. Y mirando a Ingrid he recordado con infinita emoción pasajes que tenía alojados en la memoria y que vuelven (íntegros o a trozos, gozosamente siempre) y me confortan. El cine consuela del desvarío de la vida. Ingrid Bergman es una de esas guías que nos asisten en la travesía. En las fotografía que preside esta entrada está la actriz madura, feliz. Observen bien su cara. Es la felicidad. Como si la llevase escrita y nos la contase. Todo lo demás es también cine. Se la llevó un cáncer, eso es vida, no ficción en fotogramas. Lo sobrellevó todo con entereza y buen humor. 

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