En algunos cuentos de Borges, los personajes alquilan quintas de espaciosas habitaciones en donde no es imposible encontrar ejemplares de la Enciclopedia Anglo-Americana. Los pisos que se alquilan hoy en día carecen de este encanto libresco y únicamente podemos aspirar a que alojen revistas dominicales atrasadas, periódicos deportivos o novelitas rosa de tomo amarillento que, al gusto de los antiguos inquilinos o al albur del azar, han quedado abandonadas, a beneficio de las inclemencias del olvido, ofreciendo su alquimia de pasiones y de fugaces momentos de felicidad a quien habite la pieza. Sorprende siempre cierto rasgo intelectual - o meramente estético - en el mobiliario arrumbado en las habitaciones. Tiro de ejemplos: un Paul Klee evidentemente falso, un disco rayado de arias de Verdi, un mantelito con blondas que prefiguran olas, un volumen de viajes australes al que le faltan paginas. Hay quien interroga el asombro ajeno con estos objetos singulares. Confía en que esa rendición literaria ilustre el perfil del inquilino y lo rescate del vacío y de la pérdida.
Mi amigo Liborio Sanantonio, que murió días después de que un caballo alocado le coceara fatalmente la cabeza, gustaba asistir a las presentaciones de libros. Coincidíamos fortuitamente, charlábamos en el ágape mientras degustábamos pequeñas delicias y bebíamos traicioneros licores. Nos despedíamos con un recio apretón de manos, como probando que la ingesta no había hecho flaquear el vigor. Como no tenía familia cercana ni amigos lo suficientemente íntimos - yo nunca lo fui, en realidad, aunque apreciaba su presencia - imaginé que en su pisito de alquiler habría evidencias de sus gustos literarios. Lo confirmé más tarde. Le excitaba sobremanera que un amigo le pillara embutido en su sillón, frente al ventanal, distraído en Baudelaire o en Rimbaud. Nunca sabremos si los leía o no: jamás hablaba de literatura, pero no había ocasión en que no llevase un libro bajo el brazo o tuviese alguno intencionadamente abandonado en el taquillón del hall o encima de la cama. El caso era que supiésemos que leía y, sobre todo, qué leía (y luego dicen que las tildes carecen de importancia). El salto a los filósofos nórdicos requería de una situación especial. Una vez se llevó una "Exégesis del pensamiento cartesiano" de un autor noruego de apellido imposible al velatorio de una tía suya. A fuerza de cuidar con detalle estos exabruptos, Sanantonio acabó muy sobrado en lo que podríamos nombrar como "cultura erudita". Un día nos desarmó con una reflexión agudísima sobre la influencia de las escuelas pictóricas vienesas en el cromatismo de Picasso o cómo cierto viaje a la Italia profunda abrió a E.M. Foster un mundo de nuevas y exquisitas sensibilidades que, a la postre, inundaría su abundante obra literaria. Y yo sólo había visto las adaptaciones cinematográficas de James Ivory en cine, qué vamos a hacerle.
A decir suyo, prefería leer - o no leer, según se mire - argumentos livianos frente a la pesadísima enjundia de autores mayores, pero los años de perfecta simulación le condujeron a advertir que el efecto Schopenhauer era infinitamente más contundente y explícito que el efecto Salgari. Que citar a Mahler producía reacciones más intensas que nombrar el inventario doméstico de músicos abonados a la zarzuela. Nunca entendió este escalafonato en los matices, pero jamás se resistió a usarlos. Tras la coz letal, Sanantonio abrió, sin voluntad, el piso de alquiler. El dueño dio con mi número entre sus papeles y convino citarme para aclarar y evacuar sus enseres. Días antes, premonición del fatal deselance, Liborio confesó a un amigo común la posibilidad de que algún percance le ocurriese y el fondo de catálogo de sus anaqueles quedase expuesto a la voracidad de los curiosos o a la tristeza de las donaciones. Le agradaba pensar que el piso era suyo y poder cambiar el papel pintado o los mueble o que, el día en que dejase este mundo, todo quedara donde lo colocó. Sin variación ni mudanza. No le gustaba que las Obras Completas de Azorín, edición de Castalia, ocuparan un rincón escasamente iluminado de día y al que no llegaba de noche la luz de la lámpara, pero los sitios más golosos estaban inevitablemente ocupados por escritores que, a su juicio, en lo poco que logré extraerle, merecían más ese privilegio: Melville, Joyce, Flaubert, Malraux, Faulkner, Dickens, Calvino, Camus, Cela.
Todavía guardo fresco recuerdo de lo que vimos en el piso cuando acudimos a recoger algunas de sus cosas antes de que el casero lo preparase todo para un nuevo inquilino. Sanantonio había colocado sus libros por las habitaciones en lo que, a ojo de un desconocido, pudiese parecer obra del azar, pero nosotros sabíamos que aquel reparto no obedecía al concurso de la casualidad. Sobre la mesita de noche, un Espronceda. En el salón, junto al ventanal, Dante. En la cocina, mal apilados, junto a cascos de cerveza de litro a decenas, Poe, Neruda y Asturias. Tirado en el suelo, en la alfombra del recibidor, un ejemplar pisado de la Biblia con un par de anotaciones en El Apocalipsis . Poeta en Nueva York estaba sobre la taza del retrete. El Quijote, debajo de la almohada. Una fabulosa edición de los cuentos de Hemingway en el alféizar del ventanuco del cuarto de baño, expuesta al rigor del sol y de la lluvia. Poesía del 27 para la terraza. Ceso aquí el inventario. Esta empresa absurda no puede ser fortuita, tampoco baladí o frívola. Sanantonio quiso decirnos algo con ese desorden de libros. Al modo en que a Alonso Quijano le perturbó el tino la lectura de las andanzas de los caballeros andantes, nuestro querido y tristemente finado Liborio también fue aquejado por alguna fiebre de naturaleza enteramente libresca. He pensado que se dejó cocear como un exótico modo de suicidio. Ignoro si el caballo estaba al tanto. Si era deliberada su voz incivil. Nunca lo sabremos. Nada hemos perdido.
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