Adoro el frío victoriano, su planta alta de anaqueles invadidos de tragedias griegas y de retórica frívola. Su fuego degollando el aire. Su whisky de malta historiado en la mano izquierda mientras la derecha acaricia el pelo dócil de un Golden Retriever. Afuera la vida es un enigma insoportable y yo desmadejo alejandrinos mientras la filarmónica de berlin ataca el cuarto movimiento de la sinfonía número cinco en do sostenido de Gustav Mahler.
La luz se acomoda en el aire y lo vicia. Pienso en un ejército invisible. En la explosión interior que jamás vemos. En todo lo que se abre paso y nunca sabemos. En mi pie izquierda asomándose al aire pobre de mi habitación. En el texto surcando el limbo binario de la noche. En todos los segundos hijos del mundo, precisamente ellos, cruzando el Peloponeso en una gélida noche de enero.
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