A Pedro del Espino, que me la sirvió.
Se es sicofante por motivos bastardos, de innoble alarde cuando el señalado es expuesto al escrutinio ajeno y quien lo vende se lucra. El que se afana en medrar o en sobrevivir bajo la especie de la delación difiere de quien lo hace por razones éticas y lo espolea la justicia, sin que intermedie óbolo o favor. El hecho de que alguien denuncie y cobre por ello hace deleznable lo revelado con independencia incluso de su pertinencia. Hay un código moral, un estricto patrón sobre cuya observancia descansa el progreso de las civilizaciones. Es, sin embargo, oficio harto conocido, que proviene de la Antigua Grecia y que todavía subsiste. Para Demóstenes eran los perros del pueblo, gente incivil, la mugre moral. A veces el informador condescendía a infundir bulos. La calumnia procede del deseo de hacer daño, a sabiendas de que se está levantando un testimonio falso, que que atenta contra el honor. Difamar es profesión que no ha mermado con los tiempos. Para el ciudadano de hoy el sicofante es un funcionario de la administración del morbo o de la infamia y el objeto de su puya o de su salario es un instrumento de su ocio, el que sacia su hambre de escándalos y de vidilla. No está el vocablo vidilla tasado por la RAE, y bien debiera. Cunde ella con pasmosa ligereza en el decir común. Dar vidilla trasciende al acto mismo de vivir, como si la existencia requiera de un plus de entretenimiento o de espectáculo. Se ha llegado al punto en el que el daño que otros infligen o la sanción que por ese daño reciben procuran placer a quien advertida o azarosamente concurre a él. Se festeja que el vecino incurra en alguna falta; cuanto peque o delinque será alimento de nuestros alicientes, del anhelo impuro de que sea el otro el que convalezca y sufra los rigores de la existencia y así los nuestros, quién niega que notorios también, palidezcan, aligeren su peso incómodo y podamos recrearnos festivamente en el penar de los demás. Es el mal el que susurra los vicios: ven, acércate, prueba mis licores, embriágate con ellos, no te arredres, una vez que: hayas saboreado su carne no habrá receso, ni titubeo. La sicofantia (no sé si el sustantivo responde a mi exclusivo antojo) es de una actualidad palpitante, aunque no posea el predicamento clásico: se observa sin que nos asombre, se le da la sustancia de lo rutinario, el aprecio de lo muy visto. Todo lo que está lo suficientemente visto no asombra, recogió Aleixandre. En una filia queda, en todo caso; una más. Hay algunas que escalafonan a parafilia, donde el sujeto que las acoge advierte el goce carnal que le procura y enloquece de gusto. Las parafilias tienen un boscoso andamiaje de parafilias supletorias, incrustadas y, en casos, fagocitándolas. Consta que hay quien se excita con sus nomenclaturas y posterior estabulado, gente de pronto contento semántico que lampa por descubrir un vocablo al que conducir todo su estremecimiento. Se subliman la fonética y la etimología, toda esa reciedumbre léxica en la que el vicioso, más que hurgar en el contenido, araña hasta que se le caen las uñas la novicia superficie. Tiene nuestro hermoso idioma ese esmalte recamado o brusco, de tacto suave o áspero como un lunes. Las palabras, en ocasiones, por motivos bastardos o innobles, qué más dará, ocupan la entera atención de quien las lee o escucha. Habrá que calzarlas en una conversación. Decirle a alguien: eres un sicofante, lo has sido toda tu vida. Y esperar a que nos dé la espalda y no vuelva a despacharnos su trato o nos abrace como si le hubiéramos hecho un cumplido. Calumniador o difamante no tienen el predicamento (casi lujurioso) de sicofante. Ni por asomo.
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