7.1.23

Dibucedario 2023 / G / La gran belleza (Paolo Sorrentino, 2013)








"Viajar es útil, ejercita la imaginación. Todo lo demás es desilusión y fatiga. Nuestro viaje es enteramente imaginario. Ahí reside su fuerza. Va de la vida a la muerte. Personas, animales, ciudades y cosas, todo es inventado. Es una novela, nada más que una historia ficticia"


Louis-Ferdinand Celine, Viaje al fin de la noche


Si los ojos pudieran aplaudir, se desbocarían de sus cuencas. Si el alma tuviera la facultad de desvanecerse a capricho, lo haría sin pudor. Es regocijo lo que vemos, un milagro de la estética y un elogio de la indolencia. La gran belleza es una obra maestra. Lo contiene todo. Azarosa y cabalmente, es un dispensario de cualquier emoción que la vida pueda ofrecernos. Es como Bach. Se entiende a Dios porque él obró el prodigio de componer esa música. Hay películas que no importan mientras se ven: dan su medida o su fulgor o su veneno o su gloria cuando se encienden las luces y la realidad canjea la ficción por la rutina. 


Desde el ático en donde Jep Gambardella, un playboy de libro, un escritor en excedencia, un ser infeliz, celebra su sesenta y cinco cumpleaños se ve el cielo. No el de Roma, antiguo y sublime, sino el de cualquiera que desee dejarse fascinar por la belleza o, al menos, una franquicia suya, recamada por oropeles y fastos, tumultuosa y vacua, frívola y decadente, banal y mundana. Ese cielo sobrevenido contiene un infierno admisible. Es el que cada uno toma para sí mismo, pero aquí está amplificado, vitaminado: refulge, se declara insolvente para mirar siquiera la mediocridad. Todo lo que vemos en esa gran fiesta romana es un episodio de un sueño o la maquinación delirante del alma más sensible que haya existido. También la eclosión de lo decadente y lo disoluto. La decadencia, cuando no sabe ni representarse, acude a lo grotesco. La vida de la que se habla continuamente carece de vulgaridad: todo en ella es luz, nada la mustia, ni la entenebrece. Lo que sucede después no es cosa de ella, sino de quien no la aprecia. Muere el que está vivo, se escucha, pero no todo el mundo vive antes de morir. 


El rapto que procura la belleza se escenifica en el mismo prólogo cuando un turista cae de bruces al ver la opulencia del paisaje de la ciudad eterna. Es el desmayo por saturación estética. Como el famoso síndrome del famoso Stendhal. Ahí Sorrentino firma la esencia de todo lo que vamos a contemplar en adelante, aunque sea con grito desaforado que inicia la entronización de lo chabacano y de lo excesivo, de lo soez sin reparo, de todo lo que no es belleza, sino veneno en la sangre. Ahí liban los diletantes sus flores pasajeras, toda esa mecánica de fluidos, todo ese carrusel de saturación y vacío. Más tarde comparece la muerte, que es lo contrario al hedonismo. Vivir es una costumbre avara, parece escuchársele, pero Gambardella no posee otra aspiración que desvanecerse en concilio consigo mismo. Los que le rodean son impostores: él también ha escrito líneas brillantes en ese teatro, ha sido vanidoso, ha sido un vividor. El éxito es el castigo de los dioses a los artistas, cita Eurípides. Se vive mejor en esa pereza interesada, la de no querer saber si el numen (no se nombra esa palabra, pero está en todo, lo ocupa todo) todavía ronda al corazón y lo agita. 


En el centro de esa condenación bíblica está el escritor Jep Gambardella, el playboy, el dandi de sí mismo, una especie de deidad venida a menos, pero lo que de verdad reconcome el alma sensible de esta celebridad crepuscular es no tener nada con lo que vencer a la nostalgia. Da igual que se rodee de festejos y de aduladores o que la ciudad sepa de sus andanzas y de cómo mantiene cierto rango de popularidad: es el hastío, la certeza de que no volverá a escribir nada como aquella novela, única, por cierto, con la que fue alguien y de la que vive y con la que padece. Todo cuanto hace es evitar que la enfermedad de la vulgaridad lo carcoma. En ese ejercicio moral tiene que rodearse de sensualidad. Como esa competencia del arte está a veces poco prestigiada y hasta se censura que prevalezca sobre lo ordinario, el escritor se embriaga algo parecido a la fe y experimenta lo que los místicos cuando están cerniendo el centro mismo de su objeto amado: un éxtasis, que no una vibración; una epifanía, que no un subidón de coca o de ego. 


Al final queda el beso del que se guarda todavía el sabor o el mar que se ve por primera vez o la necesidad de que algo que no tiene por qué ser Dios, pero que tampoco importaría que lo fuera. La crítica feroz al modelo social y cultural de un país es secundaria. El desencantado, cínico y cansado escritor acaba refugiado en la religión, en lo que sea que la religión haga cuando uno recuerda el mar de la infancia y sabe que el tiempo no tuvo nunca piedad, ni la tendrá en adelante. Con lo fácil que sería no tener aspiraciones estéticas, ser ciego a la verdad de la belleza, dejarse convertir solo por lo mundano. 










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