El plano secuencia que abre Sed de mal es el mejor de la historia del cine o, al menos, siendo menos entusiastas, uno de los más famosos. Yo recuerdo mi fascinación al reconocerlo cuando (hará muchos años de eso) vi la película de Orson Welles por primera vez y sentí también, más que la autoridad de un argumento o la eficacia de unas interpretaciones, el lenguaje cinematográfico. Eso era cine. Esos tres minutos y medio son un milagro de la planificación fílmica, la constatación de que la técnica es una herramienta valiosísima de la narración. La cámara es un artefacto omnímodo, una especie de ojo que todo lo ve. sublime sin interrupción, ocupada en agotar todas las posibilidades al modo en que pudiera hacerlo un texto que se alargara y cuya fluidez no decayera ni se contaminase de insertos inútiles. En la escritura, el plano secuencia es inagotable, no hay nada que lo cancele salvo la lucidez o la incontinencia de quien narra; en cine, sin embargo, esa cantidad de rollo impresionado estaba delimitada por su tamaño. Sed de mal es la película en la que esa cámara es un juguete en las manos de un niño: hace que se yerga con grúas enormes para hacer que la profundidad de la escena sea relevante en lo que muestra o que se tire al suelo para que un contrapicado realce lo observado. Si Orson Welles únicamente hubiese filmado este segmento de una película tendría derecho a ser considerado uno de esos directores indiscutibles, a los que se acude para aprender a amar el séptimo arte.
El asunto de la traición o el de la infamia tiene un predicamento enorme en la constitución de las civilizaciones. Se urden imperios bajo su influencia, se derrocan gobiernos cuando comparece. La ficción, que es independiente de la realidad, recurre a ella, la toma a sabiendas de que probablemente no haya un argumento más consolidado, de raigambre más antigua. Hasta la creación en el libro del Génesis se sustenta sobre esa falta a la confianza que se nos deposita. La lealtad no es lo que era, ni el proceder recto dirán algunos. El grado de vileza con la que se ejecuta determina el daño que irremediablemente hace. Hay traiciones pequeñas, de alevosía irrelevante: alguien revela un secreto que no tarda en difundirse. Uno de los personajes más odiosos que recuerdo es el de Quinlan, el policía corrupto que interpreta con hondura y sapiencia el propio Welles: no es ambiguo, ni titubeante, todo lo que hace repugna, es el mal absoluto, un juez sin corazón, amoral. A veces, cuando reveo Sed de mal, veo en Quinlan al Kurtz de Apocalypse now. Los dos son dueños de su destino, a los dos los contiene un sentido despótico de la existencia. Tienen también sus claroscuros: su alma rota, su deseo (muy lejano, muy difuso) de que el bien no les abandone del todo, de que una parte de su memoria todavía guarda algo hermoso y digno de revelarse.
coda:
Los tres minutos (tal vez cuatro, no más) en que Marlene Dietrich hace de Tanya, la antigua amante de Quinlan, son una delicia. De hecho, cuando pienso en Sed de mal no convoco el travelling asombroso del preámbulo, ni las sombras recortadas en la noche cuando los coches iluminaban todas esas calles temblorosas, ni el el cuerpo seboso de Orson Welles dando vida al incivil Quinlan, sino en ella, en lo que dice, en la posibilidad de que antes de que el mal lo envenenase, el policía corrupto era una buena persona, un ser humano al que Dios miraría con afecto, en esa magistral (sin paliativos) interpretación de una actriz inmortal, un icono, una diosa en la memoria de cualquier cinéfilo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario