6.1.23

Dibucedario 2023 / F / El doctor Frankenstein (James Whale, 1931)

 








Al monstruo, que ha sido confeccionado con la blasfemia y con la arrogancia de su creador, alguien que se arrogó las virtudes de un dios, le viene grande el mundo, que es un laberinto del que no se le ha proporcionado un mapa, así que se determina a recorrerlo, aunque es una huida en verdad lo que acomete: una turbamulta airada de lugareños lo persigue. Pretenden borrar ese milagro inverso, cancelar cualquier posibilidad de que un engendro del averno se pasee por sus calles y atemorice a las almas de buen corazón. Se entiende que el monstruo no lo tiene: su cerebro es el de un criminal, no tiene alma, además. Incorporar un alma a un cuerpo no puede satisfacerse con la maquinaria del hombre. En todo caso, es palpable eso, el monstruo del doctor Frankenstein es la encarnación de la inocencia. Su pureza es adánica. Se embelesa con los primores de la realidad, mira con la candidez de quien no ha sido todavía pervertido por la realidad. Es la suya una ternura novicia, muy rudimentaria. Toda posible evidencia de que algo ominoso pueda suceder procede exclusivamente de su aspecto grotesco, que no es responsabilidad suya, sino que ha sido gestada por su creador, que deviene monstruo en cuanto desafía la bondad de la creación y no se arredra de su locura, ni rebaja su ansia ni su delirio. Al monstruo no le conmueve la muerte. No sabe de ella, es algo invisible a lo que no ha tenido acceso. El bien no existe, ni el mal: esa ignorancia concurre en una de las escenas míticas de la historia del cine. Tal vez no dé con otra más conmovedora, no se me antoja buscarla tampoco. Uno tiene sus vicios cinéfilos. El monstruo huye, da con un lago en el que encuentra a una niña a la que se acerca. Paradójicamente, no le teme. No sabremos si ve en su interior o su mirada es la apropiada para que la fealdad no la aterrorice y haga que escape. La criatura se apacigua, descree que sea en verdad una construcción terrorífica. En realidad, son dos niños los que se encuentran. Soy María, quieres jugar conmigo, dice la niña al verlo. Le ofrece una de sus flores. Él sonríe, agasajado. No se decide a olerlas, no conoce que las flores puedan desprender algo parecido a un olor. Las flores no serán, en adelante, flores, sino barcos. Flotan. Es lo más parecido a un momento de felicidad que ha tenido el monstruo desde que su padre, tiene que haber uno, un demiurgo, un creador, lo impusiera a la realidad, insatisfactoriamente. Cuando ya no hay flores que arrojar, coge a la niña en brazos y la arroja al lago. Ahí se produce una de las elipsis más sobrecogedoras que uno pueda ver en una pantalla. Se entiende que la niña muere, ahogada. También que el monstruo no tiene alcances para comprender la naturaleza de su desatino. La niña no es una margarita. Consta que se grabó a la niña ahogándose, pero el código Hays censuró la escena. Nadie quería que una representación tan brutal de la muerte, más si cabe si se trata la de una niña, quedara fijada en la memoria de quien viera la película. El desenlace es, de cualquier manera, desvastador. 

En El Golem, cinta precursora de la de Whale, Paul Wegener acoge a otro monstruo. Está hecho de barro, según la imaginación de Gustav Meyrink. Su creador, un rabino nigromante, mago y astrólogo, ducho en manejos tenebrosos, sabio en leyendas y en embrujos, había ideado un remedo de lo que más tarde sería un superhéroe, alguien que cuidara al pueblo y evitara que se le expulsara de su tierra. Tiene el recado de proteger la judería de Praga. El engendro de arcilla se encuentra en su trasegar alocado con otra niña, que también representa la pureza, la candidez, la inocencia. Él desconoce el significado de esas palabras, pero tiene algo parecido a un alma y percibe que ella es diferente, no alguien que pueda comprometerlo, ni que le busque mal alguno. Sabemos que  la niña le quita el amuleto que le da vida y que así lo abate. Ese constructo vetusto de mística hebrea, romanticismo europeo y expresionismo alemán es el antecedente del Frankenstein de Whale. Es el autómata que preconiza todos los que vinieron en adelante. Esa fábula sobre el destino del pueblo judío se materializa en la criatura cinematográfico, más que en la literaria. El monstruo es un ser sin voluntad en ambas obras. Uno es pura fragilidad; el otro, un tótem, un valedor de la dignidad de un pueblo. Los dos, sin embargo, comparten el mismo invisible fuego. Los dos son figuras premonitorias de un mundo por venir. También la obra de Whale tenía ese aire expresionista, teatral, con ese estilo entre lo gótico y lo romántico, no necesariamente terrorífico, aunque la cinta de 1931 inició, junto con Drácula de Tod Browning, bendito año, el mejor cine de horror posible. Todo en él eran sugerencias, elipsis, mimo en los decorados, dedicación en la restitución de una realidad tenebrosa, cuál no lo es, qué de monstruos habrá por ahí que no hayamos visto y comparezcan sin conciencia de su maldad. Los otros, los conscientes, no son parte de esta breve ocurrencia. 

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