15.1.23

Un corazón bueno

 Hay gente lenguaraz con anillo, mitra y báculo y gente que lo es sin los oropeles de la curia. Gente buena que no cree en Dios y gente muy crédula de una bondad igual de irreprochable. Gente de gesto adusto, severa en el trato, aunque noble en los adentros, de temple afinado y hondura en los afectos y gente jovial en apariencia, abierta en primera distancia, que inspira confianza y que luego, en lo que perdura, se da en la dimensión grosera que no enseña, la que guarda y protege como quien se adiestra en un combate y esconde las armas hasta el mismo duelo. Uno, con el tiempo, a medida que crece y convive con unos y con otros, comprende que el género humano es, en esencia, inescrutable a la manera de los senderos de Dios, ya saben. No hay en el alma humana un mapa fiable con el que orientarse. Se la navega a ciegas. Se la cita en falso. Se nos concede el privilegio de albergarla, pero no poseemos la facultad de dominarla. Somos una raza extraña y la hacemos más extraña continuamente. No sé si hemos ido más allá de lo que los griegos registraron en sus escritos. Sé, no obstante, que no hay forma de enmendarnos. Que no estamos bien hechos. Que nos seduce el mal y que se nos llenan los ojos y el corazón con las viandas de los sentidos y relegamos (ay) a un plano secundario, irrelevante en ocasiones, la forja del espíritu. No resolvemos y caso de que algo resolvamos lo deshacemos a poco que se nos presentan las circunstancias favorables. Que medramos sin atender a la moral o mirándola de soslayo, cuestionando si merece la pena y si compensa ese sacrificio anímico. Pero luego está el corazón bueno al que lo han asistido todas las mejores sístoles y las mejores diástoles, el corazón bendecido por la bondad de los astros, el corazón puro al que no le tiembla el latido si tiene que rebajarse y ofrecerse tierno y sensible y frágil si conviene. Y cuando uno lo ve o cuando nota que el suyo se ensancha y bombea con más alegre pulso la sangre (cuando esto accidental y esporádicamente suceda) comprende que todo no está perdido y que la raza de los hombres, aun extraña, es buena y que se pueden hacer grandes cosas de ella. En ese periodo de comprensión metafísica no se debe conectar la televisión y ver la ciudad de Damasco o de Dnipro perforada de bombas. Ni escuchar el ruido que hacen los políticos corruptos o los inútiles (dos gamas de la misma oscura especie) cuando abren la boca y se justifican delante de un micrófono. Pensar que el otro no es el enemigo, aunque piense de un modo distinto al nuestro, y crea en dioses en los que no creemos o no crea en ninguno y viva en paz y en armonía con el cosmos en su descreimiento. Pensar (ya acabo) que el bienestar, expresado en una convivencia pacífica, en un alto sentido del deber y de la justicia, no emana únicamente de un parlamento que administra las leyes y vigila que se cumplan sino de la voluntad íntima de cada uno. De cómo se levanta por la mañana y decida afrontar el día. Si encabronado (hay veces en que no es posible salir de ese estado salvaje del alma) o conciliador. Una de esas dos cosas. Hoy las noticias vuelven a ser poco amables. Caen aviones, caen misiles, caen sueños. Que vaya bien el lunes  

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