A poco de empezar Banda aparte, después de que se nos recuerde cómo murió Billy el niño a manos de Pat Garrett y dos tipos con indicios de tener pocos escrúpulos (Franz y Arthur, uno más que otro como se verá) conduzcan un descapotable alocadamente por las orillas del Sena, Godard cita a Eliot por boca de Odile en su clase de inglés: "Todo lo que es nuevo se convierte irremediablemente en tradicional. Ella es la sirvienta de una pareja de millonarios a los que pretenden robar. Un narrador omnisciente da los apuntes narrativos que no podemos extraer de las imágenes. Lo hace con mirada cinematográfica, como si el propio Goddard estuviese tras la voz que escuchamos.
Los motivos de la desventura son los del amor no correspondido o el que proviene de la fatalidad. Los amantes malhadados, recita la profesora las palabras de Shakespeare en Romeo Julieta. Como una premonición. Accidentes ocultos en las estrellas. Muertes prematuras. La fortuna voluble. El vértigo del azar. Odile fuma el Lucy Strike que Artur le ofrecen. Intiman en el rellano de la escalera cuando finaliza la clase. Él la perturba, la asusta, la hace pensar en medrar en la vida si uno ataja y no escoge la inocencia, la que ella posee, sino la maldad como única posibilidad de llenarse el bolsillo. Con remilgos, la chica accede a facilitarles el robo. La emoción de la aventura la hace temblar de frío. La voz en off dibuja el paisaje que rodea la villa donde harán la fechoría como un mar de tinieblas.
Odile da con el dinero. Sonríe. De pronto se siente parte de una banda. Es una niña a la que le han proporcionado un juguete que no conocía. La música de jazz de Michel Legrand rivaliza en jovialidad con la súbita alegría de la chica. Lo trivial adquiere poco a poco rango de tragedia. Juegan los tres. El amor es otro ingrediente. Urden un plan, especulan. Odile se retracta sin convicción. Serán ricos, serán felices. Titubean. Recrean un patrón casi filosófico. Se refugian en la felicidad de los preámbulos. Odile no será nunca una mujer fatal, la del cine negro, la que corrompe y engolosina a quien la ronda. Hay diálogos irrelevantes, cosas de niños que no alcanzan a vislumbrar el desempeño de su edad, pero lo subliman, lo convierten en la única cosa de importancia, en el centro exacto del cosmos. Por eso bailan. Arthur es el lascivo. Franz es el romanticismo. Ella piensa en si están viendo cómo se mueven sus tetas cuando se mueve al compás de la música.
La voz en off informa de las partes no visibles, las de las palabras que giran en sus cabezas como una peonza irresponsable. El amor es ridículo, concluye Arthur. Luego descendieron al centro de la tierra. Allí no hay otra cosa que castigo y redención. Te doy mis pechos y mis piernas, Arthur. Él le toca el pelo mientras canta sin tono en el metro. La desgracia a la desgracia de parece, dice la canción. Luego olvidan el robo, se aman en una habitación cualquiera, la suya, que no puede pagar. Arthur precipita la traición. Tiene un revólver en un escondite de la cocina. Se apresuran. Hay que dar el golpe. Espera el norte, esperan los paisajes de Jack London. Hay trozos fúnebres en la música de Legrand. Tienen que hacerlo de noche: por respeto a las películas americanas de serie B. Legrand viste las trompetas con laconismo y desgracia. El aire se entenebrece. Arthur le pide que se quite las medias. Las acerca a su cara y las huele. Las usará para cubrirse. Odile dice que le ha pedido al perro que no ladre. Curiosamente obedece. La amordazan, le atan las manos a la espalda . Odile ha de pasar por otra víctima. Como todo es un juego, son torpes, nada sale como estaba previsto, aplazan el robo un día. Odile no oculta que parte de la banda cuando meten a la señora Victoria en un armario. No hay música. Solo el silencio de lo irreparable. Después concurre la muerte. Se ve a un pájaro que cabe en la palma de una mano cuando pliega sus alas. Odile y Franz se abrazan. Ella pregunta si hay leones en Brasil. Nada declina, nada decae, dice la voz que ha ido contando la historia. Godard nos dice que las aventuras de los dos nuevos amantes en los países cálidos será en technicolor.
Banda aparte es un Godard feliz que revisa el cine negro y lo banaliza. Sólo hay que ver a Odile, a Franz y a Arthur correr por las galerías del Louvre o bailando madison con espontánea audacia en el bar. Esa felicidad, que hasta se permite guardar un minuto de silencio en donde nada sucede, es de una comicidad doméstica, apenas impuesta. Como si Godard filmara una escena en la que no hay cine, sino vida, piénsese eso. Hay en Banda Aparte un amor al cine y a la literatura enorme, aunque esas dos referencias no malogren el avance de la trama, que es sincopada o lenta, según los tres protagonistas planeen el robo o deambulen en coche o andando por la periferia de París o por sus calles principales. París es maravilloso en el blanco y negro de Raoul Coutard. Godard, antes de que se deshiciera de la poesía y experimentara con la revolución, fue un director de una sensibilidad y de una sencillez maravillosa. Dijo que para hacer una película únicamente hacían falta una chica y una pistola.
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