Antes de que Bob Dylan amase la electricidad era un trovador suburbano, uno de esos tipos con greñas que tiene pinta de haber pasado una resaca enorme o estar a punto de comenzar el carrusel que lo conducirá a una resaca enorme. Era un apóstol de todas las causas perdidas, un profeta de las bienaventuranzas del amor libre y de la bendita pureza del corazón. Más que ir contra el sistema, Bob Dylan iba contra sí mismo. La máxima era la disidencia, incluso la que lo cancelaba a uno, la que esgrimía razones para que nada que uno hiciera asentara un patrón o promulgara un discurso o materializara un futuro mejor en el que el hombre cantara sobre la tristeza del hombre y ese canto triste uniera a todos los parias del mundo. Las castas inferiores eran los hijos de las castas nobles. Se había producido una degeneración espontánea, una especie de inercia subsidiaria de las drogas, del sexo y del rock and roll. Ni siquiera se tenían por parias: eran hermanos, eran ángeles, eran hijos de una divinidad invisible, una sin templo, ni altares, pero infinitamente afectuosa, inocente, confiada en la restitución de un paraíso abandonado al que nombraban con versos de los grandes poetas, con flores del Katmandú y con whisky de Tennessee. Bob Dylan era un pastor en un prado en llamas. Él aliviaba el miedo, él hacía dulce el infierno. Dejó Minnesota para conocer al padre enfermo. Se llamaba Woody Guthrie el padre. Creo que sigue de viaje.
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