"Que yo recuerde, desde que tengo uso de razón, quise ser un gángster"
(Henry Hill, Uno de los nuestros)
Todo en Goodfellas, al parecer Scorsese estuvo de acuerdo que aquí se llamase Uno de los nuestros, aunque yo prefiero el original, es elegíaco. En cualquier película de gánsteres se sabe de antemano que la muerte la ocupe vigorosamente, pero en esta obra cumbre del género esa sensación es mayor, nos sobrecoge más, se nos hace menos vista. Goodfellas es un carrusel de violencia y de lo que a veces la violencia de quienes la ejercen contrae: una especie de lealtad, no especialmente visible aquí, una coherencia en lo que no podría ser jamás sensato ni congruente, un estricto sentido de las raíces (hay que provenir de Italia para que te abramos nuestro corazón) y, sobre todo, un tratado visceral sobre la mafia: todo está en ella, no hay nada que deseche y, al tiempo, gracias a un amoroso sentido de la narración, en la que cada pequeña cosa cuenta, en la que cualquier detalle afecta invariablemente al grueso de la trama, todo suena a nuevo. Si tomamos la otra pieza capital del género, las tres partes de El Padrino de Coppola, Goodfellas introduce algo inédito, exento en otras: lo cotidiano, la posibilidad de sentarse con todos estos maleantes y compartir con ellos la rutina de lo que no es estrictamente sangre, dolor y muerte. No idealiza a los mafiosos, no hace de ellos una épica, sino que se limita, sin juzgar, a mostrarnos el relato interno, el de andar por casa, el predecible, muy tomada con pinzas esa previsión.
Henry Hill, el chico de los recados que anhela medrar en el crimen organizado, codearse con los grandes capos y, llegado el gran día, ser considero uno de ellos. Ser gánster es mejor que ser presidente de los Estados Unidos, llega a decir, pero hay obstáculos que contienen ese ascenso, cosas contra las que no puede hacer nada, de las que provienen de un lugar al que no se le permite acceder, así que Henry Hill, que ha extorsionado, secuestrado, robado o traficado, culmina su imparable ascenso cuando se ve abocado a delatar a sus compinches. Todo lo que parecía a punto de romperse, se da fe de esa circunstancia fragilísima, acaba hecho trizas: ese es el destino, a él se dirige cualquier hagiografía (esta no es especialmente laudatoria) del mafioso, siempre en la memoria al gran James Cagney haciendo de Arthur Cody Jarrett en Al rojo vivo. Scorsese desmitifica a ese gremio criminal y a la clásica red de lealtades que ese crimen organizado trama en el arquetipo del género. El que se va de la lengua, ocupa el maletero de un Plymouth hasta que se le hace reposar en el lodo del fondo del Hudson o se le echa como a un perro a un callejón.
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