Parásitos es una película sin género, ninguno le cuadra y, paradójicamente, podría adscribirse a unos cuantos con desperpajo. Es realismo del que se desdice a medida que la realidad se obceca en buscarse las costuras. Es inclasificable, tampoco le hace falta que se la asigne una etiqueta. Es una comedia hasta que deja de serlo. Es una tragedia después. Es también una sátira política y una crónica del expolio del capitalismo. Hay varios actos, siendo lo bufo la que lo abre. Luego hay bifucarciones, ideas que prosperan hacia un lado y se cierran con brusquedad, siendo reemplazadas por otras. Cada uno está pulcramente caligrafiada: su escritura es de una limpieza clásica. Lo que puede parecer un thriller deriva se adhiere al más espasmódico gore. Lo cómico está tan cerca de lo trágico que no se tarda en hacer virar esa intención humorística y dejarse manejar por otros patrones.
Joon-.Ho se recrea en enriquecer la trama principal sugiriendo pequeñas tramas en apariencia irrelevantes, pero que acaban prosperando, incrustándose en ella, A la vez que todas esas referencias, impregnando su discurrir minucioso, Parásitos es un endiablado juego de espejos del que el espectador avisado extraerá un deliciosa reivindicación de la picaresca como herramienta de prosperidad. Aquí se medra por ingenio, vale todo con objeto de adquirir una posición social más elevada, aunque sea impostada. No es solo tener dinero (una casa espectacular, un chófer, criada, profesores particulares) sino la dignidad que se deriva de esa riqueza.
Más que un cuento sobre ricos y pobres (que también de eso hay), la historia de Bong Joon-Ho es un descenso al infierno de la desigualdad, un juego cruel de equívocos y de suplantaciones, una especie de declaración de un humanista desencantado, muy ligero en la primera parte, ocupado en crear una ilusión frívola. Fascina la línea que se traza entre lo sublime y lo abyecto y desatiende las emociones de sus personajes, con los que no tiene piedad y a los que zarandea de un modo absolutamente perturbador, haciéndonos ir de la sonrisa al pasmo e incluso de la complacencia al asco. A lo que asistimos es a una invasión lenta, pero eficaz, planeada con ingenio, explicada con maestría, sin que en ningún momento percibamos un vaivén de los acontecimientos, ningún giro en el relato más allá de la hilaridad de los gags en los que los okupas (son eso realmente) están a punto de ser descubiertos. Todas las escenas están meticulosamente construidas, se tiene de ellas la impresión de que todo lo que se cuenta poseerá más tarde importancia, como si esas escenas fuesen piezas de una composición mayor que se nos está obligando a montar.
La habilidad del director estriba en la mesura con la que nos introduce los destellos argumentales, hay unos cuantos. Es sencilla y compleja, su historia nos suena a conocida, pero son los matices los que la hacen nueva. Uno de ellos es la riqueza visual que exhibe. No podría prescindirse de ella. Debemos asistir a la representación de la opulencia y a la de la penuria de resultas que los habitantes del mundo perfecto del lujo y de la buena vida son puros (inocentes) por naturaleza, no necesitan mentir ni hacer nada ofensivo; digamos que viven en una especie de idílico romance con el bienestar, como si les viniese dado y gracias a él actuasen como lo hacen. Los indigentes, en cambio, son listos, son pícaros. Poseen esos atributos porque la pobreza los empuja a ello, parece que nos cuentan en la cinta. Como un mandato ineludible, con su ciega obediencia, con su plan modélico. Se les permite cometer la falsificación que perpetran porque perdonamos al pobre, nos hace gracia que sea ocurrente y tenga recursos que los demás (los ricos) no precisan.
La sencillez de la historia (el pobre desea lo que tiene el rico) se va alambicando, va adquiriendo tintes bufonescos, se le ven las hebras histriónicas, la piel misma de la violencia. Porque Parásitos es cualquier cosa menos una historia simple. Además es creíble, no hay nada de lo que sucede que no nos parezca verosímil. Joon-Ho ha filmado una obra maestra. Es pura y es novedosa, Es triste y es desesperanzada, como el tiempo que describe. La enseñanza que subyace en ella es incontrovertible: siempre habrá ricos y pobres, buenos y malos, santos y pecadores. Ninguna pedagogía nos persuadirá para que esa circunstancia varíe y venga un tiempo mejor en el que todo se mezcle y confunda.
No nos equivoquemos, Somos parásitos. Unos con más conciencia de serlo que otros. Algunos hasta en absoluta ignorancia de esa peculiaridad moral. Así andamos. Lo dejó escrito T.S. Eliot: el mundo no acabará como una expiación, por más que lo declare la Biblia, sino como un lamento, como querría un poeta. Parásitos es poética también. Una poesía sucia, lírica y sucia. Es un desquiciante retablo de las pulsiones con las que el alma se construye. También una aristocracia del olor. Queda su gris convocatoria de abandono. Metáfora con su pringue antigua.
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