5.1.23

Dibucedario 2023 / E / El espíritu de la colmena ( Víctor Erice, 1973)



 

Aridez, sobriedad, silencio. Un pueblo perdido en ninguna parte. Las vías del tren lo acercan al mundo. Un hombre escucha la radio en una vieja radio de galena. Es un apicultor. Tiene dos hijas. Su mujer es una abeja. Tiene su celda desde la que confecciona la miel que representa la dulzura que no existe. Un espíritu cruza las calles. Todo es fingimiento, engaño, fabulación. Lo que no recrea lo real está dibujado con precisión por la imaginación. La detenta una niña, Ana. Es ella la que mira y es su mirada la que nos invita a que elijamos entre la verdad y la mentira. 

Hay dos películas en El espíritu de la colmena. Una es puramente narrativa, hecha a que la secuencie un montador y se hile en fotogramas para que la imagen transcurra secuencialmente. Es el mismo cine, su esencia fantástica, el que mueve los hilos de la trama. Dentro de la historia principal, que no se contará cuál es, hay otra, que podría ser dictada por un niño y pronunciada por cualquiera que de pronto rebajase su edad y se sintiese niño de nuevo. Estamos en un pueblo de la meseta castellana y la primera imagen, después de los dibujos infantiles de los títulos de crédito, es la de un plano general (ancho como el campo que lo contiene) en el que una camioneta llega a un pueblo del que luego leeremos el nombre en una pared donde han clavado los hierros mohosos del yugo de las flechas de la Falange: Hoyuelos. Se nos dice que estamos a principios de 1940. Hay campos de labranza y postes eléctricos. Todo es gris, como embrumado. Viene el cine, el cine, gritan los niños tras el pitido del claxon de la camioneta al estacionar en la plaza del pueblo. La algarabía de la chiquillada pregunta sobre la película, cómo se llama, si es de pistoleros, de miedo. Una mujer anuncia, pregona más bien,  que a las cinco habrá gran función de cine. Lo lee con tono cantarín, como se debía hacer cuando en ese mismo pueblo, siglos antes, se anunciaba la llegada de los cómicos. Sesión única, imaginamos. Se proyectará El doctor Frankenstein, la película de 1931 de James Whale, que luego será (se adivina eso) fundamental en todo el metraje. El cine de entonces (no el de ahora, desgraciadamente no el de ahora) era una escuela al margen de la escuela, un lugar en donde se ejercía una enseñanza y se procuraba un aprendizaje. La vida sucedía en una pantalla. La imaginación, la poca o la mucha que aquellos niños tuvieran, provenía del cine, estaba hecha de fotogramas. La ilusión tenía el ruido del proyector cuando iluminaba una sala oscura. En la pantalla, un presentador advierte de lo que se va a ver: los misterios de la creación, la vida, la muerte. No se escandalicen, pónganse en guardia. Esa es la semilla de la película subliminal, tal vez la más importante, la que impregna el conjunto. En ella hay un miedo ancestral a lo desconocido, un respeto (veremos que no sólo infantil) a la muerte y a la inminencia de los monstruos que habitan la realidad y la perturban. 

Ana e Isabel hablan sobre lo que no alcanzan a comprender antes de conciliar el sueño. Han prendido una cerilla y una vela ilumina un tríptico de la Virgen María y un mono de trapo que la escolta. Susurran. Ana es la que exige que su hermana la ilustre. No sabe por qué ha muerto la niña de la película, la que el monstruo sorprende junto al lago. Tampoco los motivos por los que el monstruo también ha muerto. El cine es mentira, es un truco, no han muerto, le responde Isabel. Le confía el secreto que la reconcome: hay un monstruo en las afueras del pueblo, sólo sale de noche. No es un fantasma. A la niña Ana, más que a Isabel, la bendice la magia, que es un instrumento de la conciencia cuando se pierde o cuando no sabe moverse por la realidad. A ella, a la magia, le concierne la traducción de esa realidad inasible, la de la muerte, tan absurda y, al tiempo, tan irrelevante en la cabeza de un niño; la de la capacidad del miedo para encoger el corazón y la de la fantasía para cogerlo con las manos y acariciarlo hasta que late con alegría nuevamente. La inocencia hace que las niñas se afanen por dar con el espíritu del que han oído hablar. Todo es un juego, un engaño consentido. Son esas las escenas que más recuerdo de la película, la de las niñas en el campo desolado de Castilla, cuando se acercan al pozo o cuando el viento las arrulla. No sabemos qué hay al fondo de un pozo. Ni una piedra que lancemos desde el brocal nos dará otra información distinta a la distancia que contiene, si hay agua o el duro suelo espera abajo. Pero Ana es otra noticia la que espera: anhela que allí haya un mundo. Su hermana es más terrena, su anhelo es el de saber más, porque algo ya sabe, o lo intuye. De ahí que juegue a hacerse la muerta para que Ana se inquiete. Sin embargo, no lo hace en demasía. Prueba a reanimarla, hace lo que supone que la hará regresar de donde sea que esté. Le habla al oído. La escena es insoportable. El juego ha sido extremo. Así deben ser para quien únicamente se vale de ellos para aprender o para que otros aprendan. Ana no sabe nada de la vida ni de la muerte. Hasta los padres se muestran borrosamente, sin que nunca hagan verdadero acto de presencia, si exceptuamos algún episodio breve (Fernando con sus hijas contando la historia de su abuelo o Teresa riendo con la pequeña). 

La otra película es de un costumbrismo que apabulla. Es la España que acaba de cerrar una guerra, aunque eso no es algo que se pueda afirmar, ni se podrá más tarde, quién sabe si ni siquiera hoy en día. La esposa escribe cartas, las lleva en bicicleta a la estación. Espera al tren. Mete la carta en un buzón del vagón. Escribe lo que no se nos cuenta en la narración: Fernando, las niñas y ella misma son supervivientes. Fernando es apicultor, fuma, tiene una buena biblioteca en su despacho, lee frente a la ventana, ritualmente. Luego se le ve escribir. El texto es de una belleza conmovedora. Fernando padece el dolor y sienta la belleza en soledad. Es un ser extraño en una casa más extraña aún. La vida en esa casa está hecha de sombras. A veces hay luz (la madre peinando a las hijas, las hijas emulando al padre cuando se afeita), pero todo está enmarcado por una aureola de tenebrismo. Paradójicamente, no se cierne ninguna tragedia, no hay un fatalismo que agite la construcción de la historia y la apesadumbre. Ni siquiera el rumor de alguien que ronda el pueblo y se esconde hace pensar en el monstruo del doctor Frankenstein, ni las niñas (por mera semejanza narrativa) hacen pensar en la niña que da flores al monstruo junto al lago en la película. Sabemos que estamos viendo una historia de encantamientos, de descubrimientos, de la infancia como territorio de la imaginación, que es lo contrario a la rutina gris que observamos en la película que se nos proyecta. Cine sobre cine, un mecanismo complejo que se maneja con insólita facilidad. 

Ana, en mitad de la noche, va hacia otra oscuridad. No es un acto precipitado, no la mueve la rebeldía, no tiene edad. Es otro el deseo, que es de naturaleza cinematográfica y debe despejarse antes de que ya no le interese. Se nos sugiere que algo va a suceder, pero también nuestro deseo es interrumpido, como el de Ana: se aplaza, se da a entender que no es el momento, como si la narración precisara alguna evidencia más tangible de lo que hemos intuido durante el metraje anterior. Cuando se acuesta, Isabel le pregunta dónde ha estado, sin respuesta. Ha habido una inversión de los roles. Ahora Ana es la que ha visto, la mayor de las hermanas, pero no se gusta en esa dominancia, prefiere la candidez, esa huella todavía no impuesta que se ve venir y que continuamente se retrae. Ha cerrado los ojos. Está hablándose. 

Los versos de Rosalía de Castro en la escuela parecen anunciar una giro en los acontecimientos: "... sed de un no sé qué que me mata", lee una niña de espaldas al encerado. La maestra cita las tinieblas. El miedo es también materia en la instrucción, pensamos. No lo tiene Ana cuando decide probar lo que sabe prohibido: la seta venenosa, el demonio. Todo forma parte, ella no lo sabe, de un mágico rito iniciático del que ella es entera protagonista: sacerdote, exvoto y espectador. Se privilegia el conocimiento a través de la percepción, aplicando los sentidos, que están vírgenes y precisan un rodar antes de que la lógica imponga su tasa ineludible y la vida se descomponga en ciegos sinsentidos. El maquis que planea en la sombra en buena parte de la trama (que no la hay de un modo ortodoxo) es la encarnación de lo espiritual, aunque el hombre acarree su destrozo y no se avenga a negociar metáforas ni alegorías. El que huye no entiende de símbolos, sino de supervivencia: la misma que los demás practican, aunque estén amarrados a un tiempo gris y a una geografía adusta. 

El espíritu de la colmena es  una de las películas más poéticas que he visto. No teniendo todos el mismo rasero para definir qué es poesía y qué no, me planto en mi convicción y la defiendo sin flaqueza. Es mágica, es sobrecogedora. También es lenta, pero su morosidad conviene para que las sugerencias (nunca hay una imposición, a Erice no le interesa lo cartesiano) prosperen en el imaginario que cada uno tenga. Permanece la imagen del tren, que se funde en los planos generales del campo castellano, la de la cara de Ana, que representa indeleblemente la pureza, el convencimiento de que todo es susceptible de ser manejado por la fantasía, por la evocación y por el mecanismo más sencillo del juego. Al cine también le cuadra cualquier consideración en la que participe el juego: todo él es juego. En el de Erice predomina la sobriedad de la imagen, la parquedad de los diálogos, aun siendo determinantes cuando acaecen: la palabra pierde su elocuencia. La reemplaza la música (magnífico Luis de Pablos, con sus flautas y su folclor tenue) y el paisaje yermo, fotografiado con exquisitez, con respeto. Estamos contando mentiras, como en la canción infantil tradicional, pero las creemos arreboladas de una verdad indiscutible, aunque luego todo se desquicie y las fábulas, las de los monstruos y las de la inocencia, queden en emborronados pasajes de una infancia que se diluye poco a poco, que se aleja si no nos la cuentan de nuevo. 





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