30.1.23

Parkeriana 2 (Con Fernando Pessoa)

 


Parker, Davis, Roach, Potter (Gottlieb, 1947


Estoy tierno. Esta noche de Charlie Parker con su corpachón negro en un traje blanco en una película del tito Clint. Esta noche nuevamente fría en la que oigo la respiración del disco duro, el cáncer viral que lo enferma. Estoy cansado. Me asomo a la ventana y veo la calle larga a izquierda y a derecha. Estoy melancólico. Estoy pensando en todos los amigos fumadores. En todos los amigos alcohólicos. En todos los amigos de barra de bar que te cuentan minucias con la solemnidad exclusiva que da estar un punto ebrios. Con dos puntos de ebriedad las minucias se convierten en pasajes épicos. En el grado tercero, cuando la realidad es un poema de Bukowski y la voz de Jim Morrison en los Bose pequeñitos del pub de hace cien años suena cascada, quejumbrosa, lejana y gris, las minucias de los amigos bebidos se transforman en surrealismo oral. Estoy molesto. Me duele el mundo tal como se me está sirviendo. Duele lo invisible así que cómo no va a doler toda esta miseria visible, este caos administrado por personal en trance, que se obstina en malgastar el talento. Qué trabajo les costaría hacer bien lo que hacen al modo en que yo me empecino en hacer bien lo mío. Pero tampoco lo hago, me aferro a que va bien, a que se puede enseñar el trabajo realizado hasta que lo miro de cerca y advierto los errores, la falla tectónica del alma, todo ese grumo inservible que se ha ido construyendo sin nuestro consentimiento. Porque sólo sé enseñar inglés y ni siquiera tengo la certeza de que sirva verdaderamente para algo la entrega diaria, el trasiego de verbos irregulares, toda la fonética hermosa de Milton, las letras de Leonard Cohen, la solemne Suzanne por los ríos y la frívola Molly del Ob-la-di Ob-la-da life goes on, yeah, life goes on. Me gustaría vivir en una película de Tati. Estoy espeso. Noto las palabras hacia adentro, quemándome. Palabras que me conmueven. Pessoa quería casarse con la hija de una lavandera y seguir fumando. Le dejarían unos fragmentos de metafísica. Cafés a la caída de la tarde para manuscribir unos poemas. Paseos por Lisboa. Nada relevante. Pessoa se despierta inconcebiblemente humano a sabiendas de que la realidad puede convencerle de ser justo lo contrario. Pessoa se acuesta solo en un cuartucho alquilado a la vera del Tajo. Piensa en Dios y piensa en la esencia de lo divino y en la incomodidad de manejar argumentos tan trascendentes en mitad de la noche, en una habitación austera como un ministerio de Rajoy , en un edificio sin alardes arquitectónicos, tirando a gris entre edificios grises, a la vera del Tajo. Pienso esta noche de Charlie Parker con orquesta, en Pessoa y en todos esos amigos a los que ya no veo y que sé que aprecio todavía. Imagino que de noche, en ocasiones, según les fatigue mucho o poco o nada el día, se sientan frente a la pantalla del ordenador y buscan información sobre cómo va el mundo. No darán con esta página con facilidad. Ni siquiera es bueno que sepan de mí de una forma tan artificial. Escribir es contarse uno a sí mismo, pero en esa rendición de intenciones, en ese espejo abierto, se cuela el transeúnte accidental, el lector verosímil y el lector imposible, el hermano perdido en las calles de la Judería, el amigo de aventuras en 1.980 y la novia de prestado en los bares infinitos de San Fernando. El pasado es un fantasmagoría. El pasado es un almacén de objetos inútiles a los que damos sentido por añoranza, por sentir que el tiempo nos está destrozando y que vivimos aceleradamente, apenas instruidos en el arte de parar las horas y volverlas a poner a andar en cuanto se nos antoje. Estoy cansado. Escribo a ciegas. Tengo un muro delante. Tengo un flexo alto y perfecto y un silencio comido por el tic tac metódico de un reloj estilo inglés, colgado encima mío, junto a un título universitario (qué hace un título universitario en una pared llena de carteles de cine). Estoy avergonzado. No debería escribir tanto. Tiene que haber un poco de pudor. Pudor mínimo para escribir con pulcritud, sin excesos, sin la textura habitual, sin caer en eso de hablar en demasía de uno mismo por eso de que nadie tenemos más a mano. Yo escribiría horas enteras sobre Charlie Parker, pero serían palabras de otros, leídas en otros, contadas sin el ardor que ya otros pusieron para que yo ahora, oyendo Ornithology, sienta a Charlie Parker pecho adentro, contándome la épica de los perdedores. Estoy agotado. El texto está quemado. Es tarde. Hasta Parker ha salido afuera a fumar solo y a pensar en la sangre, en el vacío que a veces mitiga el sonido del saxo arrojado afuera, pensado afuera. En El perseguidor, en ese prodigioso cuento, Cortázar cuenta la vida secreta de Charlie Parker. Dédée se levanta, apaga la luz, fuma Gauloises y le busco un saxo a Charlie, que solo quiere beber algo caliente y que se vaya el dolor. Parker recita el dolor tocando Ornithology. Ya hace rato que ha dejado de sonar en el CD. La pieza sigue todavía en mi cabeza, aunque ahora suene otra. Muere el swing. Nace el bebop. El jazz es un biombo tras el que esconderse. Vivir es una jam session. Hay una melodía, pero no se puede predecir por dónde va a perderse, en qué punto exacto de la trama sonora la melodía se va a hacer añicos. Lo hermoso del jazz es comprobar cómo se recompone desde la nada. Son los fragmentos los que la guardan. Al final de la pieza vuelve a enseñorearse y el músico se desprende del instrumento (un saxo perdido y luego encontrado) y busca en su cabeza las primeras notas de la siguiente. Amanece en el pueblo como amaneció ayer. Un coche acaba de pasar. Lo oigo desde donde tecleo. Ya no se oye nada. Es temprano. Vamos al lunes. 

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