El jaleo extremeño
Los jaleos nacieron como un son, es decir, como música para bailar. Aunque no se sabe con seguridad su procedencia, en algunas fuentes se afirma que tienen su origen en el rito fiesta que, en forma de cantes y bailes, acompaña a la boda de los gitanos en el momento que se considera realizado el casamiento. Se cantan principalmente en Badajoz y recorren la geografía extremeña entre ferias, casorios, petitorios y fiestas.
A la piscina que tenía Canales en Triana le salieron sapos"
"El paraíso es un poco Fargo, un poco Marvel"
"Solo me gusta la gente a la que se le pone la voz bonita por el tabaco"
I
Contar "La Talbot que jamás murió / 1066 jaleos extremeños" (Víctor Pérez, Marli Brosgen, 2022) requiere renunciar a contar nada que pueda ser pesado y tasado, confiado a un rango o a una taxonomía como si fuese un objeto del que sabemos qué hacer con él y qué provecho pueda procurarnos. Requiere otras herramientas de lectura. El lector de La Talbot (me arrogo esa reducción que me agrada) no precisa instrucción: se curte conforme caen las páginas, el universo “pereciano”, Él se ocupa de conferirnos galones de mando, de acopiarnos del instrumental para descerrajar los usos de la costumbre y hacernos dueños de esa singular rendición de episodios que conforman el volumen. Rendir un texto acerca de este texto invita a construir otro idéntico en tamaño al que se encomienda cartografiar. Vendría a ser un mapa sin escalar. No debiendo (ni pudiendo) armar otro mapa (otro texto), mi fascinación (también mi gratitud) no hará una guía de lectura, ni siquiera una exégesis (no hay ninguna que se ajuste al libro cabalmente), sino un recitado, una especie de auto de fe o una liberación o una ablución (con su carga de limpieza) de la que salir puro de nuevo. En todo caso, bendita impureza.
II
La Talbot es un artefacto narrativo inmersivo,
la maquinación de un autor con una vocación taumatúrgica,
la epifanía de un simbionte en la puerta del Mercadona cuando los parias del mundo abrazan la fe de los primeros iluminados,
la nota testamentaria de un fantasma al que se le ha rescindido las prerrogativas de su etérea promiscuidad de ángel,
el apostolado grunge de un mesías súbitamente blasfemo,
el tráiler estroboscópico de una ensoñación pura,
el vademécum de todos las almas quebradizas y contaminadas,
la constatación de que Dios es bueno y procura a sus criaturas más sensibles la facultad de polinizar prados enteros de remisos y reticentes, el vacile espasmódico de un heraldo de las estrellas,
el desgarro del himen del cosmos,
la biblia del apóstata,
I
Contar "La Talbot que jamás murió / 1066 jaleos extremeños" (Víctor Pérez, Marli Brosgen, 2022) requiere renunciar a contar nada que pueda ser pesado y tasado, confiado a un rango o a una taxonomía como si fuese un objeto del que sabemos qué hacer con él y qué provecho pueda procurarnos. Requiere otras herramientas de lectura. El lector de La Talbot (me arrogo esa reducción que me agrada) no precisa instrucción: se curte conforme caen las páginas, el universo “pereciano”, Él se ocupa de conferirnos galones de mando, de acopiarnos del instrumental para descerrajar los usos de la costumbre y hacernos dueños de esa singular rendición de episodios que conforman el volumen. Rendir un texto acerca de este texto invita a construir otro idéntico en tamaño al que se encomienda cartografiar. Vendría a ser un mapa sin escalar. No debiendo (ni pudiendo) armar otro mapa (otro texto), mi fascinación (también mi gratitud) no hará una guía de lectura, ni siquiera una exégesis (no hay ninguna que se ajuste al libro cabalmente), sino un recitado, una especie de auto de fe o una liberación o una ablución (con su carga de limpieza) de la que salir puro de nuevo. En todo caso, bendita impureza.
II
La Talbot es un artefacto narrativo inmersivo,
la maquinación de un autor con una vocación taumatúrgica,
la epifanía de un simbionte en la puerta del Mercadona cuando los parias del mundo abrazan la fe de los primeros iluminados,
la nota testamentaria de un fantasma al que se le ha rescindido las prerrogativas de su etérea promiscuidad de ángel,
el apostolado grunge de un mesías súbitamente blasfemo,
el tráiler estroboscópico de una ensoñación pura,
el vademécum de todos las almas quebradizas y contaminadas,
la constatación de que Dios es bueno y procura a sus criaturas más sensibles la facultad de polinizar prados enteros de remisos y reticentes, el vacile espasmódico de un heraldo de las estrellas,
el desgarro del himen del cosmos,
la biblia del apóstata,
el altavoz pepino para escuchar todas las canciones de la EGB,
una indagación minuciosa sobre las causas del Big Bang,
el prólogo a la invasión de todas las civilizaciones alienígenas,
la invectiva de un orador politoxicómano,
el ochomil de las letras sin sherpa,
el idilio de un enamorado del oficio de escribir con el enamorado del de leer,
el semen de una deidad con metástasis en la punta de la lengua,
el nomenclátor aerofágico de nuestros próceres,
la grandeza del héroe al volver a casa y ser vitoreado por los niños sin bautizar y las mujeres de virgo intacto,
la exaltación de los desmayos sublimes,
la road movie que nunca protagonizó Thomas Gravesen, aquella gárgola de la zaga merengue,
el manual de instrucciones de la lujuria medieval,
el estertor de una bestia políglota,
la imposible intersección entre Raquel Mosquera y Virginia Woolf,
la arenga de Yukio Mishima a sus leales en la toma cuartelaria,
el poema de quien lo ha visto todo y lo ha sentido todo y registra ese Aleph total en trance, comido por fiebres del Bósforo y enternecedoras estampas de vírgenes de las iglesias de Calzadilla,
el fondo tenebroso de la Bola de Cristal, el mensaje subliminal del Máquina total 2,
el doctrinario capitalista de Florentino Pérez cuando saca talonario y se trae las glorias de la Play 5,
el libro de cabecera de los poetas sin corromper todavía,
el salmo de quien se ha cosido el hígado a Ballantine's,
el peso sordo de las moscas cuando hocican su boquita negra de mierda en las flores de las metáforas más hermosas de la literatura universal,
un camión lleno de alpacas que cruza el páramo a la caída de la tarde,
el canuto rociero en la boca de uno que canta Rosalía en los velatorios,
el olor a whisky de amapola de la abuela que tuteó a Lucky Luciano en los barrios chungos de la Gran Manzana,
la cara de Rocky con el siete bajo el ojo,
la barra de un pub de Mombuey que huele a orujo templario y a hueso de Lady Di,
el odio a la tercera persona de los narradores de Occidente,
la escatología de un abducido por una comunidad de tíos con la cara de Camarón,
la rendición de todos los números aleatorios que Víctor Pérez desenterró de los últimos bosques de España,
el maletero de un KIA con bolsas de rafia del Carrefour y conejos desangrándose,
el único documento en el que Silicon Valley sigue siendo un campo de ciruelos y los niños piden que se les lea un poco de pan blando o mucho satélite o mucho viernes de Canal + codificado after midnight,
una indagación minuciosa sobre las causas del Big Bang,
el prólogo a la invasión de todas las civilizaciones alienígenas,
la invectiva de un orador politoxicómano,
el ochomil de las letras sin sherpa,
el idilio de un enamorado del oficio de escribir con el enamorado del de leer,
el semen de una deidad con metástasis en la punta de la lengua,
el nomenclátor aerofágico de nuestros próceres,
la grandeza del héroe al volver a casa y ser vitoreado por los niños sin bautizar y las mujeres de virgo intacto,
la exaltación de los desmayos sublimes,
la road movie que nunca protagonizó Thomas Gravesen, aquella gárgola de la zaga merengue,
el manual de instrucciones de la lujuria medieval,
el estertor de una bestia políglota,
la imposible intersección entre Raquel Mosquera y Virginia Woolf,
la arenga de Yukio Mishima a sus leales en la toma cuartelaria,
el poema de quien lo ha visto todo y lo ha sentido todo y registra ese Aleph total en trance, comido por fiebres del Bósforo y enternecedoras estampas de vírgenes de las iglesias de Calzadilla,
el fondo tenebroso de la Bola de Cristal, el mensaje subliminal del Máquina total 2,
el doctrinario capitalista de Florentino Pérez cuando saca talonario y se trae las glorias de la Play 5,
el libro de cabecera de los poetas sin corromper todavía,
el salmo de quien se ha cosido el hígado a Ballantine's,
el peso sordo de las moscas cuando hocican su boquita negra de mierda en las flores de las metáforas más hermosas de la literatura universal,
un camión lleno de alpacas que cruza el páramo a la caída de la tarde,
el canuto rociero en la boca de uno que canta Rosalía en los velatorios,
el olor a whisky de amapola de la abuela que tuteó a Lucky Luciano en los barrios chungos de la Gran Manzana,
la cara de Rocky con el siete bajo el ojo,
la barra de un pub de Mombuey que huele a orujo templario y a hueso de Lady Di,
el odio a la tercera persona de los narradores de Occidente,
la escatología de un abducido por una comunidad de tíos con la cara de Camarón,
la rendición de todos los números aleatorios que Víctor Pérez desenterró de los últimos bosques de España,
el maletero de un KIA con bolsas de rafia del Carrefour y conejos desangrándose,
el único documento en el que Silicon Valley sigue siendo un campo de ciruelos y los niños piden que se les lea un poco de pan blando o mucho satélite o mucho viernes de Canal + codificado after midnight,
la alegre deposición de un bardo laureado,
la última frase de Kennedy en el Lincoln Continental Convertible del 61, ocho cilindros, siete litros, caballos para llegar a la Luna escuchando a Johnny Cash cuando iba a las cárceles,
el aviso mortuorio de todos los toreros de Albacete,
la historia de unos niños por la Carballeda con Kelmes azules azuzando perros, metiendo goles siderales en partidillos dominicales sin nadie que los aplaudiera, sin padres con Escorts blancos esperando que acabe la pachanga para abrazarlos hasta que los brazos sean aspas,
el disco más vendido del top manta del cielo,
la balada del Flowers, del Leidis, del Descanso del Buen Pastor, del Oba Oba, del Folland, del Barbarela 2, del Gloria Bendito, del Copona, del Balandros, del Mississippi, de todos esos lupanares de carretera comarcal,
el verano en el que te dan ganas de comerte el campo, saludar perros, meterse en los girasoles, colocarse de polen divino, leer las barbas de Walt Whitman en la boca de un conejo, tumbarse al sol para que la tierra no se detenga,
la abdicación de los grandes autores de la tradición decimonónica,
el pandemónium de un corazón sensible que no fue agasajado por la dulzura ni arrobado por la fe,
la homilía del cáncer,
el acústico de un trovador metafísico en los arrabales del alma,
el sámpler de un dj canibal,
el evangelio zombi de un santo leproso,
el cuento infinito de un dios subalterno que ve en el espejo el roto de una soledad sin aristas,
el duelo en ok corral de un ángel hasta arriba de pecados y un demonio arrepentido,
la argamasa de las palabras con las que se convoca el advenimiento del numen mismo,
el cuarto principio de la termodinámica de la herrumbre,
el salvoconducto para escapar de la migración del espíritu,
la biografía del caos o de la redención o de la trazabilidad del cuerpo desde que irrumpe en el aire hasta que abraza la tierra,
una insolencia rendida a modo de diario o un catecismo blasfemo sobre la pureza o un misal para quien no pisa jamás una iglesia,
la última frase de Kennedy en el Lincoln Continental Convertible del 61, ocho cilindros, siete litros, caballos para llegar a la Luna escuchando a Johnny Cash cuando iba a las cárceles,
el aviso mortuorio de todos los toreros de Albacete,
la historia de unos niños por la Carballeda con Kelmes azules azuzando perros, metiendo goles siderales en partidillos dominicales sin nadie que los aplaudiera, sin padres con Escorts blancos esperando que acabe la pachanga para abrazarlos hasta que los brazos sean aspas,
el disco más vendido del top manta del cielo,
la balada del Flowers, del Leidis, del Descanso del Buen Pastor, del Oba Oba, del Folland, del Barbarela 2, del Gloria Bendito, del Copona, del Balandros, del Mississippi, de todos esos lupanares de carretera comarcal,
el verano en el que te dan ganas de comerte el campo, saludar perros, meterse en los girasoles, colocarse de polen divino, leer las barbas de Walt Whitman en la boca de un conejo, tumbarse al sol para que la tierra no se detenga,
la abdicación de los grandes autores de la tradición decimonónica,
el pandemónium de un corazón sensible que no fue agasajado por la dulzura ni arrobado por la fe,
la homilía del cáncer,
el acústico de un trovador metafísico en los arrabales del alma,
el sámpler de un dj canibal,
el evangelio zombi de un santo leproso,
el cuento infinito de un dios subalterno que ve en el espejo el roto de una soledad sin aristas,
el duelo en ok corral de un ángel hasta arriba de pecados y un demonio arrepentido,
la argamasa de las palabras con las que se convoca el advenimiento del numen mismo,
el cuarto principio de la termodinámica de la herrumbre,
el salvoconducto para escapar de la migración del espíritu,
la biografía del caos o de la redención o de la trazabilidad del cuerpo desde que irrumpe en el aire hasta que abraza la tierra,
una insolencia rendida a modo de diario o un catecismo blasfemo sobre la pureza o un misal para quien no pisa jamás una iglesia,
la plegaria de alguien que ha visto el desmoronamiento de las grandes verdades,
una catedral en un pedregal de Zamora,
el bosquejo rudimentario de un plan cósmico,
la telenovela de todas las madres,
el preámbulo de otra novela no necesariamente extensión de esta, pero invariablemente la misma,
porque no tiene inicio ni clausura y todo se encomienda al dictado genuino de la realidad, que es la escribe, la que elige unas palabras y no precisa de otras, la que determina el fulgor con su arrimo de belleza y la mugre con su apresto de escombro,
la claudicación de los logaritmos,
una catedral en un pedregal de Zamora,
el bosquejo rudimentario de un plan cósmico,
la telenovela de todas las madres,
el preámbulo de otra novela no necesariamente extensión de esta, pero invariablemente la misma,
porque no tiene inicio ni clausura y todo se encomienda al dictado genuino de la realidad, que es la escribe, la que elige unas palabras y no precisa de otras, la que determina el fulgor con su arrimo de belleza y la mugre con su apresto de escombro,
la claudicación de los logaritmos,
la constatación de que se puede flirtear con todas las tías buenas del mundo si se tiene verdadera confianza en la profundidad de unos cuantos sintagmas,
las saturnales de la novela moderna.
III
Toda la novela (es una novela, una fragmentada, inverosímil, insolente, épica, convulsa, testamentaria, desprejuiciada, lírica, burda, épica, bufa) transcurre en un lugar del que se conoce todo, pero en donde no hemos estado. Los personajes son cercanos, pero no les hemos prestado atención. Los hemos tenido cerca, pero nada nos animó a mirarlos de cerca, ni a pedirles que nos confiesen el trajín de los años, toda esa episódica rendición de penurias y de algarabías, de vida gruesa como el mango de un martillo ocupando la boca. Dice cosas que no han sido dichas antes, expresa emociones que nunca han sido sentidas antes, conecta partes de uno mismo que no habían tenido la ocurrencia de acercarse. La Talbot que jamás murió sustancia el relato de la memoria a la que no convidamos a que nos perturbara o nos hiciera festejar su perseverancia.
IV
En la Talbot hay cuarenta mil gaitas en el cielo sobre Ortigueira. Hay caramelos mentolados en la guantera de un R-7. Hay una canción de Mudhoney dedicada a Ricardo el de Fresno por el penalti que marcó con los ojos cerrados a los de Mombuey en el Campo de la Cañada la tarde del fin del mundo. Hay Bolaño poeta, hay príncipes de América, hay jaleo extremeño, hay gallegas que dejan el pene limpio, hay gente con guitarras en iglesias que esperan la resurrección de los suyos, hay una rica voz interior que se proyecta al orinar, hay estructuras narrativas alternas, hay porno duro en el sótano del abuelo, hay niños a los que se les enseña a acariciar ranas, hay lagartijas que cierran los ojos cuando las besas. Hay gente que aprende a leer leyendo las cajetillas de Ducados, gente con la glándula pineal capada, gente que podría hacer un poema con una lata de Cruzcampo, gente que creció escuchando a Encarna Sánchez, gente que ha visto Bilbao de Bigas Luna en bucle, gente que se creía alguien al meterse en la boca un chupa chups Kojak al salir de misa. Hay coca. Hay mala gente. Hay vicio. Hay mucho Burt Reynolds. Hay una foto de Larry Bird que lo vio todo, esos veinticinco segundos.
V
La Talbot va de abuelas que van hasta arriba de escapolamina para cantar La Traviata. Va de gente que se cree Dios porque fuma mientras hace sus deposiciones. Va de un día en el que suceden todos los demás días. Como un Ulises recitado en un pueblo de la España Profunda, que huele a Brummel.
Va de alguien que de pronto se percata de que lo ha visto todo y ese peso lo hunde, de un ser sobrenatural que habla sin que la voluntad lo guíe. Como si una voz le susurrara los sintagmas, las inflexiones, las cesuras, todo esa maquinaria de la palabras.
VI
La Talbot es una insolencia rendida a modo de diario o un catecismo blasfemo sobre la pureza o un misal para quien no pisa jamás una iglesia. La Talbot es una catedral. Hay que entrar con el respeto que impone el silencio y la piedra. Una vez dentro, no se sale. Su evangelio no es de este mundo, aunque pormenorice parábolas hermosas sobre la efervescencia. La Talbot es el perpetuum mobile de los libros. No se aprecia una energía exterior que lo propulse, avanza con inapreciable cansancio, posee fluctuaciones y no es improbable que la vibración que produce su lectura no se detenga y percuta dentro de la cabeza del lector al modo en que Tántalo, al traicionar la confianza divina, por lenguaraz y atrevido, por dar néctares y elixires del mismísimo Olimpo a la grey ajena y ciega, por alimentar a los dioses con la carne de sus propios hijos, al desear ardientemente calmar su sed y su hambre con los dones que la naturaleza le ofrecía, veía cómo el viento (cuenta Homero en boca de Ulises) los alejaba hacia las nubes oscuras. La Talbot es la tierra prometida de la que extraemos la ilusión de que nos pertenece o el agua primordial que fluye sin que podamos hocicar sobre ella y ahogarnos. Pensar en La Talbot es diluirse en la misma sustancia de la literatura. Hay una ebriedad dulce, un lirismo turbio, un fluir asombros, un alambicar prodigios. Las palabras se suceden con novicio afán. Se puede escribir de una sentada y leer en otra, aunque se precisen enciclopedias, guerras, traiciones, magnicidios, coyundas, tormentas, milagros, incendios para que esa incontinencia abrumadora suceda y el texto se imponga a la realidad y cree otra.
VII
Del libro anterior de Víctor Pérez, Ars poética de Sarah Connor, dije aquí cosas que sostengo todavía y que, por principios metodológicos o por sensatez discursiva, aplico a La Talbot que jamás murió. De aquella, la de Sarah, dije estar ante un narrador omnisciente en el que, a la vista de lo que narra, están todos los demás narradores. Dije que era una novela gamberra, con personajes alterados, con pequeñas bombas de relojería interna prestas a detonar a la menor distracción del lector. Dije que era un mantra psicodélico escuchado por alguien (Manolo el del Bombo) o por el universo entero. Dije que esperaba un Ars poética 2, una secuela bastarda, otro libro que discurriría con el mismo empeño quirúrgico, de abrir y de ver si adentro algo no va como debe y precisa que se sane o que se extirpe. La literatura sana o amputa. Hay miembros reconvertidos al uso y otros que, expuestos a ella, declinan continuar, se declaran sacrificables, se dejan cortar. No sé la de cosas que la lectura de La Talbot remueve en las tripas o en la memoria: suceden con la fluidez con la que sucede todo en esa trama desquiciada y sublime, dura a ratos, hilarante otras, subversiva siempre. Lo fastuoso es el dominio de la técnica: la hay y se percata uno de ella a poco que la lectura progresa. Escribir es un don y hay quien lo hace con asombrosa eficacia y carece de voz, no se le reconoce, no tiene una marca o una cualidad especial, de la que se tiene constancia y a la que confiamos la entera restitución del placer que alguna vez tuvimos y fuimos dejando en muchos otros libros, en todos esas historias olvidables, que no eran ni buenas ni malas, pero que hemos arrumbado, desechado. No hay manera de que La Talbot no continúe cuando el narrador, un Víctor interpuesto o quizá una interposición añadida al Víctor primario, decide cerrar la trama (si es que es una trama, si una las acoge a todas y las tutela y mancomuna) y las frases se elijan sin que den en ningún momento la sensación de que clausuran algo. Lo milagroso es que todo ensambla: cualquier apariencia de digresión es irrelevante, las piezas semejan una diáspora, pero persiguen encontrarse. Como La Maga de la Rayuela. Ahí Cadenal Dial, ahí la ciénaga camboyana, el trapicheo del costo en un tráiler de doce ejes, los canutos en el monte de Fresno, Radio Almendralejo, la perseverancia de Camarón, Fast furious. Flipa el Camarón, ir a ver el mar en el R-7, vivir en un cerezo, saber de farlopa como Dios de sus nubes.
las saturnales de la novela moderna.
III
Toda la novela (es una novela, una fragmentada, inverosímil, insolente, épica, convulsa, testamentaria, desprejuiciada, lírica, burda, épica, bufa) transcurre en un lugar del que se conoce todo, pero en donde no hemos estado. Los personajes son cercanos, pero no les hemos prestado atención. Los hemos tenido cerca, pero nada nos animó a mirarlos de cerca, ni a pedirles que nos confiesen el trajín de los años, toda esa episódica rendición de penurias y de algarabías, de vida gruesa como el mango de un martillo ocupando la boca. Dice cosas que no han sido dichas antes, expresa emociones que nunca han sido sentidas antes, conecta partes de uno mismo que no habían tenido la ocurrencia de acercarse. La Talbot que jamás murió sustancia el relato de la memoria a la que no convidamos a que nos perturbara o nos hiciera festejar su perseverancia.
IV
En la Talbot hay cuarenta mil gaitas en el cielo sobre Ortigueira. Hay caramelos mentolados en la guantera de un R-7. Hay una canción de Mudhoney dedicada a Ricardo el de Fresno por el penalti que marcó con los ojos cerrados a los de Mombuey en el Campo de la Cañada la tarde del fin del mundo. Hay Bolaño poeta, hay príncipes de América, hay jaleo extremeño, hay gallegas que dejan el pene limpio, hay gente con guitarras en iglesias que esperan la resurrección de los suyos, hay una rica voz interior que se proyecta al orinar, hay estructuras narrativas alternas, hay porno duro en el sótano del abuelo, hay niños a los que se les enseña a acariciar ranas, hay lagartijas que cierran los ojos cuando las besas. Hay gente que aprende a leer leyendo las cajetillas de Ducados, gente con la glándula pineal capada, gente que podría hacer un poema con una lata de Cruzcampo, gente que creció escuchando a Encarna Sánchez, gente que ha visto Bilbao de Bigas Luna en bucle, gente que se creía alguien al meterse en la boca un chupa chups Kojak al salir de misa. Hay coca. Hay mala gente. Hay vicio. Hay mucho Burt Reynolds. Hay una foto de Larry Bird que lo vio todo, esos veinticinco segundos.
V
La Talbot va de abuelas que van hasta arriba de escapolamina para cantar La Traviata. Va de gente que se cree Dios porque fuma mientras hace sus deposiciones. Va de un día en el que suceden todos los demás días. Como un Ulises recitado en un pueblo de la España Profunda, que huele a Brummel.
Va de alguien que de pronto se percata de que lo ha visto todo y ese peso lo hunde, de un ser sobrenatural que habla sin que la voluntad lo guíe. Como si una voz le susurrara los sintagmas, las inflexiones, las cesuras, todo esa maquinaria de la palabras.
VI
La Talbot es una insolencia rendida a modo de diario o un catecismo blasfemo sobre la pureza o un misal para quien no pisa jamás una iglesia. La Talbot es una catedral. Hay que entrar con el respeto que impone el silencio y la piedra. Una vez dentro, no se sale. Su evangelio no es de este mundo, aunque pormenorice parábolas hermosas sobre la efervescencia. La Talbot es el perpetuum mobile de los libros. No se aprecia una energía exterior que lo propulse, avanza con inapreciable cansancio, posee fluctuaciones y no es improbable que la vibración que produce su lectura no se detenga y percuta dentro de la cabeza del lector al modo en que Tántalo, al traicionar la confianza divina, por lenguaraz y atrevido, por dar néctares y elixires del mismísimo Olimpo a la grey ajena y ciega, por alimentar a los dioses con la carne de sus propios hijos, al desear ardientemente calmar su sed y su hambre con los dones que la naturaleza le ofrecía, veía cómo el viento (cuenta Homero en boca de Ulises) los alejaba hacia las nubes oscuras. La Talbot es la tierra prometida de la que extraemos la ilusión de que nos pertenece o el agua primordial que fluye sin que podamos hocicar sobre ella y ahogarnos. Pensar en La Talbot es diluirse en la misma sustancia de la literatura. Hay una ebriedad dulce, un lirismo turbio, un fluir asombros, un alambicar prodigios. Las palabras se suceden con novicio afán. Se puede escribir de una sentada y leer en otra, aunque se precisen enciclopedias, guerras, traiciones, magnicidios, coyundas, tormentas, milagros, incendios para que esa incontinencia abrumadora suceda y el texto se imponga a la realidad y cree otra.
VII
Del libro anterior de Víctor Pérez, Ars poética de Sarah Connor, dije aquí cosas que sostengo todavía y que, por principios metodológicos o por sensatez discursiva, aplico a La Talbot que jamás murió. De aquella, la de Sarah, dije estar ante un narrador omnisciente en el que, a la vista de lo que narra, están todos los demás narradores. Dije que era una novela gamberra, con personajes alterados, con pequeñas bombas de relojería interna prestas a detonar a la menor distracción del lector. Dije que era un mantra psicodélico escuchado por alguien (Manolo el del Bombo) o por el universo entero. Dije que esperaba un Ars poética 2, una secuela bastarda, otro libro que discurriría con el mismo empeño quirúrgico, de abrir y de ver si adentro algo no va como debe y precisa que se sane o que se extirpe. La literatura sana o amputa. Hay miembros reconvertidos al uso y otros que, expuestos a ella, declinan continuar, se declaran sacrificables, se dejan cortar. No sé la de cosas que la lectura de La Talbot remueve en las tripas o en la memoria: suceden con la fluidez con la que sucede todo en esa trama desquiciada y sublime, dura a ratos, hilarante otras, subversiva siempre. Lo fastuoso es el dominio de la técnica: la hay y se percata uno de ella a poco que la lectura progresa. Escribir es un don y hay quien lo hace con asombrosa eficacia y carece de voz, no se le reconoce, no tiene una marca o una cualidad especial, de la que se tiene constancia y a la que confiamos la entera restitución del placer que alguna vez tuvimos y fuimos dejando en muchos otros libros, en todos esas historias olvidables, que no eran ni buenas ni malas, pero que hemos arrumbado, desechado. No hay manera de que La Talbot no continúe cuando el narrador, un Víctor interpuesto o quizá una interposición añadida al Víctor primario, decide cerrar la trama (si es que es una trama, si una las acoge a todas y las tutela y mancomuna) y las frases se elijan sin que den en ningún momento la sensación de que clausuran algo. Lo milagroso es que todo ensambla: cualquier apariencia de digresión es irrelevante, las piezas semejan una diáspora, pero persiguen encontrarse. Como La Maga de la Rayuela. Ahí Cadenal Dial, ahí la ciénaga camboyana, el trapicheo del costo en un tráiler de doce ejes, los canutos en el monte de Fresno, Radio Almendralejo, la perseverancia de Camarón, Fast furious. Flipa el Camarón, ir a ver el mar en el R-7, vivir en un cerezo, saber de farlopa como Dios de sus nubes.
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