El verdadero amor consiste a veces en no alcanzarlo, en merodearlo, en la conmoción de los sentidos cuando la sugerencia, ni siquiera la legitimidad, es la única autoridad sobre la que gira el corazón. La historia de Deseando amar es la de dos amantes que no lo son y la de otros que, veladamente, sin que aparezcan, salvo de espaldas, en una escena escorada, lo son sin reparo. En cierto modo, toda la película subraya con trazos gruesos la vigencia de la ficción, la de la suplantación, la del simulacro. La historia es la de una de esas dos parejas, la de los cónyuges traicionados, más que la de los infieles. HOng-Kong, años sesenta. La señora Chan y el señor Chow coinciden casualmente en un bloque de apartamentos al que se mudan, un edificio comunal en el que la vida bulle con inusitado vigor. La cámara los sigue discretamente, no interfiere, se ocupa de remarcar aspectos ilusoriamente relevantes, como un dibujo en un vestido o un nube de humo de un cigarrillo. Los dos están solos: a los que aman los entretiene el trabajo, pero también la relación que mantienen. Están siendo engañados, razonan. Sus parejas se entienden, podría decirse ahora. De esa circunstancia se percatan con tristeza absoluta, la aceptan con la resignación del que no comprende o de quien se sabe perdido, desencantado o vencido. Más que amar, tal vez por mera compensación moral, por un sencillo mecanismo de equilibrio, ansían saber qué fue lo que hizo que todo se viniese abajo, con dar con la respuesta a las preguntas que no pueden ni siquiera verbalizar. Entre ellos surge una amistad un poco forzada, al principio, que resulta de la constatación de la traición y del afecto surgido en esa convalecencia amorosa. El rojo abrumador de casi todas las escenas no es el de la pasión, sino el de su advenimiento: hay una inminencia de algo que no acaba de suceder, pero que planea maravillosamente por toda la trama. Los personajes a menudo, hasta ellos mismos, están fuera de campo, alejados de la cámara, que no tiene un patrón al que asirse y se desplaza con libertad, sin molestar a nadie. Como el que prefiere observar sin alterar nada de lo que observa. El visor de la cámara es un testigo, un personaje más. Es una delicia el modo en que esa cámara fija su atención en los objetos, que cobran un sentido mayor que el exclusivo de su presencia, si se citan en una conversación o si ocupan un lugar preeminente en una escena. También conmueve que las palabras no lleven el peso de la historia. Más que ellas, cuentan las imágenes, que son gestos, miradas, sugerencias del cuerpo que sabe expresarse sin que interfiere la semántica. Los primeros planos son también un modo de omitir un exceso de lenguaje: criban, sugieren, fuerzan a que sea nuestra mirada la que escrute y deduzca, extraiga, componga un texto que no está o (a su modo) lo está marcado por el silencio o por la elipsis. A todo este patrón narrativo se adhiere una lentitud intimista, purificadora. No hay delirio ni un asomo de apasionamiento: todo discurre con placentera normalidad, todo es contención, todo se expresa en una delicadeza dolorosa, de la que se sabe que no tendrá un fin modélico, el del amor triunfando o de los amantes habiendo satisfecho sus deseos y regresando a sus vidas, de las que nunca salieron, probablemente. Es el milagro del cine, el de la música ocupando la trayectoria de los personajes, coreografiando los espacios vacíos, conteniendo (en el español forzado de Nat King Cole) versos de boleros maravillosos, precursores de quién sabe qué romances. El del señor Chow y la señora Chan es un romance bailado con la música de otro. Al final, todo es recuerdo de un recuerdo, sombra de una sombra. No se embriagaron ni de promesas: se dejaron ir, recrearon el amor de sus parejas, reprimiendo su efusión, admitiendo que no habría nada que pudieran hacer como pareja que les aliviara del roto que les atraviesa adentro. Ni siquiera el amor o su reverso. El secreto del amor lo llevará el señor Chow al templo de Angkor Wat: lo enterrará allí. Con determinación, con vehemencia, dejará que la piedra comida por los siglos custodie los recuerdos.
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