La siesta, Van Gogh
Uno duerme para que se detenga el mundo, no es necesario indagar más, ni siquiera es recomendable. Sestear es un receso milagroso. Se cancelan las nubes y se entenebrecen los rigores de la vigilia. Despertar es encontrar la luz, convidarse de lo aplazado, regresar a la vida. Se duerme para acopiarse de sueños. Hay dos tipos de sueños. El primero, el más prosaico, es el que escribimos adrede, con el que cobra ilusión el trasiego de los días, que a veces es plomizo y no se recama de esperanzas. El otro es de naturaleza más enteramente metafórica, lo cual explica que no se aprovisione la memoria con ellos y vayan y vengan con absoluta indiferencia a quien los ha forjado. No hay sueños que perduren, salvo algún trazo borroso que olvidan y del que nos valemos para rasgar su piel huidiza. Hay algunos tan nítidos que rivalizan con la claridad que más tarde ocupamos con la vista. De ellos no extraemos nada relevante: son de otros, no sabemos el modo en que concurren en nuestra cabeza o los motivos por los que se personan y hacen su oficio de tinieblas. Cuando se pretende sacar algo en claro, erramos, no se tiene herramienta para descerrajar la tapa del cofre en que se contienen. Así también la imaginación, que es un sueño dirigido, como decía Borges acerca de la literatura. Somos escritores al soñar. El texto es farragoso, no podemos rubricar nuestro nombre cuando lo finalizamos. Ni siquiera trenzamos la trama que detentan. Como un cine de fantasmas. Algunos se representan en la pantalla; los otros se acomodan en la butaca y asisten, perplejos, al desempeño de la fantasía de los demás.
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