Lo que fascina del rey de la isla Calavera es que su reino no sea de este mundo. También que tenga un corazón. Es paradójicamente un poeta del amor al que nunca se le ha ofrecido un objeto al que venerar, una especie de monstruo inverso, un ser frágil que se derrumba cuando una mujer ablanda su ferocidad y la sangre palpita como una brújula loca por su cuerpo inconcebible. King Kong es la constatación de que el amor nos hace renunciar a nosotros mismos, nos convierte en infelices esclavos de un deseo ciego y, finalmente, nos arroja al vacío sin miramientos, como muñecos a los que un dueño irresponsable ha despojado de cualquier afecto o consideración. El anhelo del mono por poseer un alma lo compensa todo. Caer del Empire State Building lo humaniza, crea para siempre un vínculo con su amada. La tragedia es sublime, el dolor es infinito. Cuanto más se cree hombre, mayor es el amor que siente. Al adquirir una metafísica, la criatura comprende el valor de su sacrificio: su inmolación nos atañe, expresa nuestra naturaleza trágica y lírica, nuestro lugar en el mundo. King Kong, la película, es una declaración de amor. Se muere de amor. “El que ama es capaz de aguantarlo todo, de creerlo todo, de esperarlo todo, de soportarlo todo”. Lo escribió San Pablo en su carta a los corintios. Todas las criaturas grandes y pequeñas poseen esa virtud del alma. No sabremos si habrá consúelo cuando el mono abandone su cárcel de carne y de deseo. Es la belleza. Ella escribe.
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