Lo que hace de Muerte entre las flores una revisión no solamente tributaria sino canónica del mejor cine de mafiosos es su escrupuloso respeto a un patrón. Los hermanos Coen no pretenden reformular el género, dar con una escritura actualizada de los paradigmas clásicos: prefieren beber en las fuentes, leer a Hammett con la devoción literaria que exige un autor mayor y plasmar una historia de amistad y de traición al modo en que la hubiera filmado Sternberg (La ley del hampa), Le Roy (Hampa dorada), Hawks (Scarface, el terror del hampa) o Walsh (Los violentos años 20). Todas están dentro de Muerte entre las flores, no hay nada que rebaje esa mirada al mejor cine en blanco y negro de los años 30. Los Coen no copian la fisonomía normativo del gánster, aunque mantienen esa brutalidad inherente al oficio y ese cuidado en no tomar al espectador por tonto y aliñar la violencia (tan gratuita a veces, tan recurrida y de tan pingüe beneficio en taquilla) con excelentes diálogos. La crudeza, el gusto por la fanfarronería o la tenencia de ciertos valores morales (la honestidad o la obediencia a un código de conducta entre maleantes) es subrayada en trazos gruesos por los compositores de esta vieja canción tocada con viejos instrumentos. Todo eso del honor y de la familia está aquí insuperablemente representado: el hombre de confianza del hampón de turno es una especie de jugador de ajedrez (no solo de ajedrez) que anticipa movimientos y planea con meticulosidad los suyos. No puede evitar que el azar los malogre o que la fatalidad (que es azar y desagracia juntamente) le haga padecer más de lo que su inteligencia merece. Parece recomponerse milagrosamente y retomar su función en la obra, pero el destino le habla al oído, le susurra que la soledad se lo comerá finalmente. La muerte les sienta bien a todos. Como un cierre digno a una vida imposible de mantener. Excusa uno que los Coen se recreen en una estilización a veces excesiva de toda la coreografía habitual de la violencia. Porque lo que estamos viendo no es real: la ficción puede tomarse las licencias que desee. También les sientan bien a la trama. No hay mayor compasión en ella que la de un hombre cuando se le suplica que mire en su corazón antes de cumplir lo que se le ha pedido y le descerraje una bala en el pecho o en la frente. Las plegarias no serán atendidas. Para persuadir a un corazón hay que ablandarlo antes. Un corazón únicamente tiene lealtad a la sangre. Da igual cuál. Lo maravilloso del cine es que has visto la película cien veces en otras cien películas anteriores y crees que es la primera y que nunca has asistido a la mentira que te cuenta. Paródica a trozos, trabajosamente animada a que no amargue al gourmet del género y le aburra el bucle narrativo (metralletas, mujeres fatales, polis corruptos, timbas de póker, locales clandestinos, balas abriendo boquetes como puños y alcohol como para llenar cien piscinas), Muerte entre las flores tiene la virtud de hacer de la costumbre un hallazgo o la de contar en última instancia la misma vieja historia tejida con el virtuosismo de un sastre absolutamente enamorado de sus trajes. Eran dos los sastres, por cierto. Uno mira, el otro escribe. No sé. Se reemplazarán. Lo que quiera que se les ocurra.
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