«Hay que estar siempre borracho. Para no sentir el horrible fardo del Tiempo hay que emborracharse sin tregua. Pero, ¿de qué? De vino, de poesía o de virtud, a vuestro gusto. Pero emborrachaos».
En la
euforia de la ebriedad, uno se jalea a sí mismo, se da ánimo, no deja que la
alegría decaiga, se cree incluso póstumo, como si los momentos de la curda
fuesen una clausura de algo, que no tiene que ser necesariamente la vida, pero
se le parece más de la cuenta. El lenguaje tiene una riqueza enorme para
explicitar el estado de embriaguez. Se coge un verbo y se le da la
transitividad adecuada: pillar una cogorza, dormir la mona, coger una tajada,
una trompa, un ciego, una mierda, un tablón o una castaña. Este desplazamiento
semántico es de índole popular y no cae en si es grosera o no su verbalización:
se limita a airear una poética de la borrachera, que es asunto en el que las
metáforas se acomodan con precisión. La abstinencia no tiene el predicamento de
su reverso: se ve que el pueblo es más de excederse que de comedirse: la mesura
o la sobriedad no dan para que el ingenio resplandezca y las palabras se
desboquen. Hay verbos espléndidos para escenificar ese tránsito de la calma al
caos; de la templanza, tan rigurosa y precisada, al : desquicio, tan
brusco y contraproducente: achisparse, ahumarse o ajumarse, abrumarse,
apiparse, ponerse pedo, columpiarse, tajarse, pimplarse, embolillarse,
abotargarse, mamarse, embolillonarse, ir colocado, dormir la mona, empinar el
codo, empiparse...
También
cuenta en este inventario vespertino la literatura de su ingesta. La hay y a
tutiplén. La dipsomanía tiene un rico acervo léxico con el que se le da rango
de milagro sensorial al líquido que se ingiere y al sabor que procura: el beodo
es el centro de una lexicografía vasta, se advierte un mimo en la producción de
vocablos, una inventiva de raíz ancestral que va incrementándose con los
tiempos y agrandando su leyenda. Hay hasta reducciones antológicas: basta un verbo,
cargar, para que el imaginario colectivo componga el texto elíptico. Si alguien
va cargado, no hay quien imagine un peso físico, tangible, sino otro
espirituoso, etílico. En ninguna de estas taxonomías estrictamente semánticas
hay un desafecto por el contenido referenciado. Apenas se le reprende, no hay
una admonición hacia el hecho de beber, ni siquiera un asomo de desafecto: es
el humor el que campea, la constatación de que los borrachos, salvo cuando se
violentan y desquician, son patrimonio de la cultura de un pueblo y se les debe
un repertorio adecuado de apelativos, las más de las veces cariñosos. Los
devaneos del espíritu con el alcohol son dionisíacos, provienen de bacanales,
se aposentan en la mismísima historia de nuestra civilización, que fue siempre
alegre en el dispendio de los licores, ya sea para aliviar el trasiego de los
días o para apaciguar los dolores del alma. El que se achispa o se embriaga o
se taja (he usado las tres primeras que me han venido a la cabeza) tiende a
cumplir ciertas fases que los doctos en la materia (no exentos de razón) dan
como ineludibles. Primero hay una exaltación del compadreo, luego una euforia,
que suele aderezarse con cánticos del terruño o con chistes groseros. Ahí se
puede advertir ya la primera evidencia de que la lengua se ha desbocado y tira
hacia donde le place. Da igual que sea la santa Iglesia, Dios Padre, los
políticos o la madre que nos trajo al mundo. Es otro el que se está
desmadrando, no el previo a la borrachera en sí. En la cuchipanda, en la sobreexcitación,
el ebrio perora, diserta sobre lo que sabe y sobre lo que no, lo cual no es
exclusivo de ese estado de embriaguez, sino que sucede invariablemente en
circunstancias variadas, sobrias muchas de ellas. La libación alcohólica es un
hecho incontestable de la cultura. Es generosa su historiografía, casi su
santificación. Primero fue el vino, que es la madre de todos los licores.
Se le da al
vino el rango que a los dioses, ocupan el lugar que ellos, se le invoca para
apartar el mal o para aplazarlo. No hay nada que rivalice con él cuando uno
desea esconderse del mundo o cuando el mundo se atarea en contrariarnos o
apenarnos. Tiene el vino su ascendencia litúrgica, la de la vid y el trabajo
del hombre. En el ofertorio divino es el vino el que nos recuerda la
inmortalidad, es él quien se basta para explicarnos la semilla de la que
procedemos y la eternidad a la que secretamente aspiramos. Somos cuerpo
eucarístico, cuerpo tomado por la uva terrestre y por la uva celeste, por la
esencia de la tierra, por la lujuria ebria y dulce y metafísica. Porque el vino
es filosofía. El hombre mira hacia su adentro y descubra el alma y la consuela
con el vino. Celestina decía que no había conforte mejor para adentrarse
en los bosques de la noche que unas jarras de vino, que no sentía frío en el
crudo invierno ni tampoco calor cuando ajusticia el sol en las siestas del
verano. Que el buen vino daba coraje al cobarde y diligencia al apocado. No hay
mudanza al trasegar de los siglos: el cobarde se agiganta y el apocado se
envalentona. Los humores torpes y estúpidos son borrados de cuajo, dijo
Shakespeare. La palabra se vuelve aguda y el espíritu, a medida que se empapa,
se libera de la cárcel del cuerpo y toma vuelo y festeja la plenitud del aire.
El ánimo se embravece, la mirada se limpia, aunque mire turbiamente si la
ingesta es excesiva. Borges, en su famoso soneto, lo hermanaba con la alegría,
le encomendaba mitigar la tristeza. Neruda, en su oda, le creía inteligente,
capaz de extraer de quien lo bebe las palabras cabales, los deseos más limpios.
Del vino a
veces se tiene también la equivocada idea de que nubla el tino y lo embarranca.
No es así del todo: lo que hace es borrar eventualmente el sentido común, que
es el fiable y al que debemos nuestra estancia en la tierra, pero no siempre es
deseable que ese sentido común perdure siempre y en todo momento: conviene de
vez en cuando que nos abandone y nos permita volar, perder la confianza del
suelo y mirar desde arriba para comprender lo que muchas veces no se entiende a
ras de suelo. No se sabe con certeza a qué hemos venido al mundo, pero es
probable que el vino nos invite a descubrirlo. Parece que hiciera su trabajo a
la callada, sin alarmar mucho a quien lo ingiere, pero predispone a pensar con
anchura de miras (como otros dicen sin beber ni haber bebido) y a aceptar lo
que no se acepta cuando se está sobrio y no hay indicio de que el pulso esté
acelerado y la sangre circule con entusiasmo y brinque y cante. Todo el que es
derrumbado por el vino es porque no supo conversar con él y dejarlo cuando las
palabras todavía se entendían. Fracasa el vino cuando confunde a quien lo
ingiere, cuando lo abate y no deja rastro de su hermosa travesía, sino
hundimiento y anulación. No es ése el vino del que hablamos, no anima estas
palabras de elogio, no las considera siquiera.
El nombre es
vino, pero el nombre no importa. Lo que se bebe es la tierra emancipada de su
claustro, la decantación del complacido fruto de su vientre, que se ofrece para
que la vida sea menos vulgar o para que el tiempo que se nos concede en ella se
aligere de tragedias, se expurgue de pesadumbres y se limpie y así, aligerada,
expurgada y limpia, la vida sea tan sólo belleza, el tipo de belleza que uno
saborea en los labios y deja que se demore garganta abajo. El nombre es vino,
pero el nombre no importa. Lo que se bebe es la voluntad de algún dios
caprichoso y rudimentario, que hizo el mundo y se entretuvo en hacer que
alguien (dicen que hace más de veinticinco siglos al norte de Irak) lo sacara
de la tierra y lo escanciara en una vasija entonces, ahora en copas de cristal
finísimo, hermosas copas que custodian el sacrificio de la uva en la
boca. El vino, en todo caso, es una invitación a amarse uno mismo. No hay
oficio más satisfactorio que ése. Mientras se bebe, se escuchan confidencias,
se deja uno llevar por la euforia de esa alegría sencilla y saca de sí lo que
no sabría o no querría sin la intervención bendita del vino. Hay buenos vinos y
malos bebedores, escuché una vez. La misma comida es con frecuencia maridada
con caldos de la tierra. Se eligen los afrutados, los aguardientosos, los
amoscatelados, los de denominación de origen, los efervescentes, los
consistentes, los enturbiados, los equilibrados, los pastosos, los contundentes
en boca, los sedosos, los suaves, los que traen aromas a madera de Ceilán, los
jóvenes y ligeros, los pálidos y de poco apresto, los impetuosos, los
persistentes, los de garbo e ímpetu más allá de su trago, los herbáceos, los
que tienen buqué, los balsámicos, los aromáticos, los aterciopelados, los
armoniosos, los apagados, los aguados, los vigorosos, los rosados, los
florales, los corpulentos, los nectarinos, los pecaminosos, los de ambrosía,
los de la santa misa, los de las exequias cuando el muerto yace en la honda
tierra, los olorosos, los poco o muy oxidados, los peleones, los
envalentonados, los que traen versos de la Roma Antigua, los de la farra cuando
no se sostiene el pulso, los rancios, los dulces, los que huelen a lluvia
recién caída, los que rajan la garganta y hacen que tremole el corazón, los
redondos, los de geometría difusa, los de remendar, los de apaciguar el alma,
los de las celebraciones, los de las penas, los rumbosos en sabor, los que no
tienen nada más que vértigo y fuego, los de la sed, los de la soledad, los del
desamor, los de solera antigua, los sulfurosos, los sutiles, los excéntricos,
los tabernarios, los turbios, los limpios, los tumultuosos, los avinagrados,
los espumosos, los de somnolencia suave o bizarra, los fogosos, los ligados,
los sedosos, los tánicos, los terrosos, los ásperos, los amargos...
Al orgasmo
se le llama la pequeña muerte. También la embriaguez posee ese arrimo de
sublime catarsis, aunque la resaca nos conmine a no incurrir de nuevo en
festivales de la sangre. Ernest Hemingway dijo haber bebido muchísimo, pero
casi nunca cuando escribía. Eso podría pasar hasta por un engaño de curso
literario. Como un recurso estilístico. Admitió que el ron de Martinica le hizo
calentar el gaznate y el alma en la cafetería parisina de donde salió “Paris
era una fiesta”. También cinceló otra máxima: "Escribe borracho, edita
sobrio". Kerouac dijo ser católico y no poder suicidarse, pero planeó
beber hasta matarse. Sinatra desconfiaba de quien no probara el alcohol. La
desconfianza adquiría un rango mayor si había jactancia de esa anomalía.
Faulkner queda ya imborrablemente como el emperador de la botella, con permiso
de Lowry, me dejo decenas, seguro. Faulkner era ágrafo sin ella y locuaz y
lírico y hasta sublime cuando la empinaba. No se podrá concluir un
veredicto sobre la pertinencia de que se sacrifiquen para el peregrino
propósito de que su obra resplandezca. La necesidad de aturdirse a conciencia
para que la conciencia no tenga necesidad. Brindaré ahora sin excederme. No
habrá nada que adormezca ni embravezca. El temor del hombre sabio es que sus
vicios lo reblandezcan o enfermen. Es precisamente la sabiduría la que gobierna
la ebriedad, que no es en sí misma un pecado, ni un delito, aunque los
propicia. Todo queda en literatura. Qué si no.
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