4.1.23

Elogio de la ebriedad


«Hay que estar siempre borracho. Para no sentir el horrible fardo del Tiempo hay que emborracharse sin tregua. Pero, ¿de qué? De vino, de poesía o de virtud, a vuestro gusto. Pero emborrachaos».

(Baudelaire)


 

En la euforia de la ebriedad, uno se jalea a sí mismo, se da ánimo, no deja que la alegría decaiga, se cree incluso póstumo, como si los momentos de la curda fuesen una clausura de algo, que no tiene que ser necesariamente la vida, pero se le parece más de la cuenta. El lenguaje tiene una riqueza enorme para explicitar el estado de embriaguez. Se coge un verbo y se le da la transitividad adecuada: pillar una cogorza, dormir la mona, coger una tajada, una trompa, un ciego, una mierda, un tablón o una castaña. Este desplazamiento semántico es de índole popular y no cae en si es grosera o no su verbalización: se limita a airear una poética de la borrachera, que es asunto en el que las metáforas se acomodan con precisión. La abstinencia no tiene el predicamento de su reverso: se ve que el pueblo es más de excederse que de comedirse: la mesura o la sobriedad  no dan para que el ingenio resplandezca y las palabras se desboquen. Hay verbos espléndidos para escenificar ese tránsito de la calma al caos;  de la templanza, tan rigurosa y precisada, al : desquicio, tan brusco y contraproducente: achisparse, ahumarse o ajumarse, abrumarse, apiparse, ponerse pedo, columpiarse, tajarse, pimplarse, embolillarse, abotargarse, mamarse, embolillonarse, ir colocado, dormir la mona, empinar el codo, empiparse...

 

También cuenta en este inventario vespertino la literatura de su ingesta. La hay y a tutiplén. La dipsomanía tiene un rico acervo léxico con el que se le da rango de milagro sensorial al líquido que se ingiere y al sabor que procura: el beodo es el centro de una lexicografía vasta, se advierte un mimo en la producción de vocablos, una inventiva de raíz ancestral que va incrementándose con los tiempos y agrandando su leyenda. Hay hasta reducciones antológicas: basta un verbo, cargar, para que el imaginario colectivo componga el texto elíptico. Si alguien va cargado, no hay quien imagine un peso físico, tangible, sino otro espirituoso, etílico. En ninguna de estas taxonomías estrictamente semánticas hay un desafecto por el contenido referenciado. Apenas se le reprende, no hay una admonición hacia el hecho de beber, ni siquiera un asomo de desafecto: es el humor el que campea, la constatación de que los borrachos, salvo cuando se violentan y desquician, son patrimonio de la cultura de un pueblo y se les debe un repertorio adecuado de apelativos, las más de las veces cariñosos. Los devaneos del espíritu con el alcohol son dionisíacos, provienen de bacanales, se aposentan en la mismísima historia de nuestra civilización, que fue siempre alegre en el dispendio de los licores, ya sea para aliviar el trasiego de los días o para apaciguar los dolores del alma. El que se achispa o se embriaga o se taja (he usado las tres primeras que me han venido a la cabeza) tiende a cumplir ciertas fases que los doctos en la materia (no exentos de razón) dan como ineludibles. Primero hay una exaltación del compadreo, luego una euforia, que suele aderezarse con cánticos del terruño o con chistes groseros. Ahí se puede advertir ya la primera evidencia de que la lengua se ha desbocado y tira hacia donde le place. Da igual que sea la santa Iglesia, Dios Padre, los políticos o la madre que nos trajo al mundo. Es otro el que se está desmadrando, no el previo a la borrachera en sí. En la cuchipanda, en la sobreexcitación, el ebrio perora, diserta sobre lo que sabe y sobre lo que no, lo cual no es exclusivo de ese estado de embriaguez, sino que sucede invariablemente en circunstancias variadas, sobrias muchas de ellas. La libación alcohólica es un hecho incontestable de la cultura. Es generosa su historiografía, casi su santificación. Primero fue el vino, que es la madre de todos los licores. 

 

 

Se le da al vino el rango que a los dioses, ocupan el lugar que ellos, se le invoca para apartar el mal o para aplazarlo. No hay nada que rivalice con él cuando uno desea esconderse del mundo o cuando el mundo se atarea en contrariarnos o apenarnos. Tiene el vino su ascendencia litúrgica, la de la vid y el trabajo del hombre. En el ofertorio divino es el vino el que nos recuerda la inmortalidad, es él quien se basta para explicarnos la semilla de la que procedemos y la eternidad a la que secretamente aspiramos. Somos cuerpo eucarístico, cuerpo tomado por la uva terrestre y por la uva celeste, por la esencia de la tierra, por la lujuria ebria y dulce y metafísica. Porque el vino es filosofía. El hombre mira hacia su adentro y descubra el alma y la consuela con el vino. Celestina decía que no había conforte mejor para adentrarse en los bosques de la noche que unas jarras de vino, que no sentía frío en el crudo invierno ni tampoco calor cuando ajusticia el sol en las siestas del verano. Que el buen vino daba coraje al cobarde y diligencia al apocado. No hay mudanza al trasegar de los siglos: el cobarde se agiganta y el apocado se envalentona. Los humores torpes y estúpidos son borrados de cuajo, dijo Shakespeare. La palabra se vuelve aguda y el espíritu, a medida que se empapa, se libera de la cárcel del cuerpo y toma vuelo y festeja la plenitud del aire. El ánimo se embravece, la mirada se limpia, aunque mire turbiamente si la ingesta es excesiva. Borges, en su famoso soneto, lo hermanaba con la alegría, le encomendaba mitigar la tristeza. Neruda, en su oda, le creía inteligente, capaz de extraer de quien lo bebe las palabras cabales, los deseos más limpios.

 

Del vino a veces se tiene también la equivocada idea de que nubla el tino y lo embarranca. No es así del todo: lo que hace es borrar eventualmente el sentido común, que es el fiable y al que debemos nuestra estancia en la tierra, pero no siempre es deseable que ese sentido común perdure siempre y en todo momento: conviene de vez en cuando que nos abandone y nos permita volar, perder la confianza del suelo y mirar desde arriba para comprender lo que muchas veces no se entiende a ras de suelo. No se sabe con certeza a qué hemos venido al mundo, pero es probable que el vino nos invite a descubrirlo. Parece que hiciera su trabajo a la callada, sin alarmar mucho a quien lo ingiere, pero predispone a pensar con anchura de miras (como otros dicen sin beber ni haber bebido) y a aceptar lo que no se acepta cuando se está sobrio y no hay indicio de que el pulso esté acelerado y la sangre circule con entusiasmo y brinque y cante. Todo el que es derrumbado por el vino es porque no supo conversar con él y dejarlo cuando las palabras todavía se entendían. Fracasa el vino cuando confunde a quien lo ingiere, cuando lo abate y no deja rastro de su hermosa travesía, sino hundimiento y anulación. No es ése el vino del que hablamos, no anima estas palabras de elogio, no las considera siquiera.

 

El nombre es vino, pero el nombre no importa. Lo que se bebe es la tierra emancipada de su claustro, la decantación del complacido fruto de su vientre, que se ofrece para que la vida sea menos vulgar o para que el tiempo que se nos concede en ella se aligere de tragedias, se expurgue de pesadumbres y se limpie y así, aligerada, expurgada y limpia, la vida sea tan sólo belleza, el tipo de belleza que uno saborea en los labios y deja que se demore garganta abajo. El nombre es vino, pero el nombre no importa. Lo que se bebe es la voluntad de algún dios caprichoso y rudimentario, que hizo el mundo y se entretuvo en hacer que alguien (dicen que hace más de veinticinco siglos al norte de Irak) lo sacara de la tierra y lo escanciara en una vasija entonces, ahora en copas de cristal finísimo, hermosas copas que custodian el sacrificio de la uva en la boca. El vino, en todo caso, es una invitación a amarse uno mismo. No hay oficio más satisfactorio que ése. Mientras se bebe, se escuchan confidencias, se deja uno llevar por la euforia de esa alegría sencilla y saca de sí lo que no sabría o no querría sin la intervención bendita del vino. Hay buenos vinos y malos bebedores, escuché una vez. La misma comida es con frecuencia maridada con caldos de la tierra. Se eligen los afrutados, los aguardientosos, los amoscatelados, los de denominación de origen, los efervescentes, los consistentes, los enturbiados, los equilibrados, los pastosos, los contundentes en boca, los sedosos, los suaves, los que traen aromas a madera de Ceilán, los jóvenes y ligeros, los pálidos y de poco apresto, los impetuosos, los persistentes, los de garbo e ímpetu más allá de su trago, los herbáceos, los que tienen buqué, los balsámicos, los aromáticos, los aterciopelados, los armoniosos, los apagados, los aguados, los vigorosos, los rosados, los florales, los corpulentos, los nectarinos, los pecaminosos, los de ambrosía, los de la santa misa, los de las exequias cuando el muerto yace en la honda tierra, los olorosos, los poco o muy oxidados, los peleones, los envalentonados, los que traen versos de la Roma Antigua, los de la farra cuando no se sostiene el pulso, los rancios, los dulces, los que huelen a lluvia recién caída, los que rajan la garganta y hacen que tremole el corazón, los redondos, los de geometría difusa, los de remendar, los de apaciguar el alma, los de las celebraciones, los de las penas, los rumbosos en sabor, los que no tienen nada más que vértigo y fuego, los de la sed, los de la soledad, los del desamor, los de solera antigua, los sulfurosos, los sutiles, los excéntricos, los tabernarios, los turbios, los limpios, los tumultuosos, los avinagrados, los espumosos, los de somnolencia suave o bizarra, los fogosos, los ligados, los sedosos, los tánicos, los terrosos, los ásperos, los amargos...

 

Al orgasmo se le llama la pequeña muerte. También la embriaguez posee ese arrimo de sublime catarsis, aunque la resaca nos conmine a no incurrir de nuevo en festivales de la sangre. Ernest Hemingway dijo haber bebido muchísimo, pero casi nunca cuando escribía. Eso podría pasar hasta por un engaño de curso literario. Como un recurso estilístico. Admitió que el ron de Martinica le hizo calentar el gaznate y el alma en la cafetería parisina de donde salió “Paris era una fiesta”. También cinceló otra máxima: "Escribe borracho, edita sobrio". Kerouac dijo ser católico y no poder suicidarse, pero planeó beber hasta matarse. Sinatra desconfiaba de quien no probara el alcohol. La desconfianza adquiría un rango mayor si había jactancia de esa anomalía. Faulkner queda ya imborrablemente como el emperador de la botella, con permiso de Lowry, me dejo decenas, seguro. Faulkner era ágrafo sin ella y locuaz y  lírico y hasta sublime cuando la empinaba. No se podrá concluir un veredicto sobre la pertinencia de que se sacrifiquen para el peregrino propósito de que su obra resplandezca. La necesidad de aturdirse a conciencia para que la conciencia no tenga necesidad. Brindaré ahora sin excederme. No habrá nada que adormezca ni embravezca. El temor del hombre sabio es que sus vicios lo reblandezcan o enfermen. Es precisamente la sabiduría la que gobierna la ebriedad, que no es en sí misma un pecado, ni un delito, aunque los propicia. Todo queda en literatura. Qué si no. 

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