La ciencia es una forma de atar la verdad.
(De paso, Aute)
Ayer me preguntaron si había previsto la luz, me preguntaron por la lluvia, por el olor de la lluvia, por el paisaje después de que llueva, por el tiempo que tarda la luz en rodear por entero una palabra y gobernar su tránsito por los días. Me preguntaron si en la creación de la sombra había procurado esconder un milagro sin aristas, una ventana desde donde los cuerpos son únicamente fuego y tienen ira en los ojos y una lanza oxidada en el costado, si llover viene después de amar y el agua es niebla en el pecho.
Entonces escribí el libro infinito de la lujuria, el libro de las grandes palabras, el libro de salmos para que lo lean hasta que el tiempo acabe. Dentro devoré un pubis ecuménico, un alarde de asteroides, un paraíso verosímil.
Aspiré el aire primero cuando irrumpió en la nada antigua y floté espléndido, solo, dios de mi cosecha, uno y omnipotente.
En ese desorden multiplicado amé la blonda sublime del cuerpo profundo, amé el origen de las cosas, amé las mareas sobre las que después se inventan naufragios.
Oscuramente amé también la sed, el depósito de las palabras, el verbo al que alegremente le extirpamos la flor y el vuelo y queda en cadencia sin brida, en puro destello, en la liberada costra que un día fue cáliz y fue cántico.
Un ángel a lo lejos da un aviso. Ahí la luz se astilla, ahí la sombra proyecta pájaros y todas las almas son una y acude la llama con su esplendor bíblico. Se instala la suprema evidencia de que algo verdaderamente importante va a suceder y vamos a contemplarlo.
Tengo desde anoche una fe absoluta en mis extremidades, tengo las certezas que nunca tuve, busco un extravío de tristeza.
A la caída de la tarde un temblor antiguo recorre mi espalda. Lagartijas invisibles turban mi espalda. Sueño con lagartijas. Son extremadamente ágiles. Ni la vista las alcanza. Sólo se percibe el peso pequeño de las patas en mi espalda. Una lagartija. Doce lagartijas. Cien. Hay días en que no comparecen. Son los días de los paseos largos por las afueras. Me pongo mis cascos y escucho música de cámara. Son cuartetos livianos. Parece que ni se atrevan a distraer el ensimismamiento del aire.
Hay tramas de muerte en la herida recién abierta o vamos a llenarlo todo de amor, manso amor, la cópula perfecta entre el alma y la tierra, la cópula alada, la gran cópula de los músculos dulces, el cielo mismo a caballo de mis palabras, los vivos mirando la boca de la muertos, buscando la sílaba exacta tras la que la divinidad esconde su trampa antiquísima, y otra vez se enciende la memoria, trae ayer desparramado, trae eco, mansiones para el júbilo, trae voces que repiten una letanía de pétalos con su danza de herrumbre.
Creo en las horas frágiles del día, en el temblor húmedo de las noches, en el camino humano donde la nieve cede al peso invisible de la mirada.
Creo en la gracia y rectamente procedo a notificar bajo notario su existencia. Los poetas están en guardia, alerta la palabra.
El tiempo de los poetas ha llegado.
El río de las palabras asciende la noche, se me oculta la luz, todo es tangible, vagamente íntimo.
En la sombra el gesto de ir a vivir sin que nada nos aturda.
Vivir así el regalo efímero de entendernos, el vuelo alegre del verbo sin contaminar, el verbo considerado principio motor de la carne.
Luego vienen los profetas, vienen los salmos, el monocorde ripio de las almas que buscan un lugar arriba en el cielo perfecto de la salvación.
Qué oscuro el mundo, con qué conmoción lo atravesamos. Los páramos yertos. Las horas huecas.
Vienen los dueños de las horas, saquean lo que ven, nada queda libre, sólo hay muerte, iglesias vaciadas, la dulzura del credo convertida en óxido, apocalipsis, el sueño de los perversos. Todo lo que no se dice acaba por mordernos.
Tengo una fe absoluta en mis extremidades, en el miedo que me conquista el pecho y hace que mi corazón se desboque, se astille, se incendie. Mitad el corazón astillado, el vértigo hecho fiebre y también la fiebre volada al aire antiguo de los ojos que lo miran todo y a todo le extraen luz y en todo encuentran sombra. Los ojos con vocación de bisturí, los ojos del artista que son los ojos del mundo, los ojos izados como un veneno cósmico.
He aprendido a nombrar la dicha en las palabras.
Esta caligrafía de bruma ni mordisco se hace polvo de estrellas. Se hace súbita escritura, boca, vagina, túnel, se hace fábula, un pequeño incendio que vence la oscura, la rancia, la quemada historia de las palabras y asciende la tarde, hasta pesar como un adjetivo sin romper todavía. Miro hacia adentro, en la propiedad más oculta del tiempo.
Soy yo del todo, yo pleno ahora y me queda toda la vida para desabotonarme del todo y tumbar mi cuerpo en la cosecha infame de las horas. Todas matan, la última hora debe ser la hora de la poesía. Morir debe ser entregar un último verso.
En ti todos los versos se parecen a un único gran verso con sordina, el verso abierto con el que el universo celebra su festín de secretos.
Hoy a zancadas la tristeza me preña el tedio, me dicta una voz en la que cuento mis miedos.
Un miedo sin propósito acecha en las avenidas. Una síncopa con colmo o un terrible solo de arpa en el fondo exacto del alma.
Sí, está la tarde cinemascope, estamos en un vértigo de niebla o de lluvia que invade un sueño, escribo porque pronto olvidaré lo que digo.
Sí, el poeta todavía esnifa adjetivos, hilos de ternura a ras de sístole, toda la alegre construcción de la felicidad durante años entregados a la escritura.
Amor como si no hubiese otra cosa en el mundo.
En el sótano del mundo está encendido la dicha.
Suena bossa nova filtrada. allá adentro, en la espesura. Suena una ventana ciega que no ha sido abierta nunca.
Imagino a la madre misma del poeta: no puede leer los prodigios de las letras, la causa la desconocemos.
El tiempo es un jesucristo que recita.
El tiempo es un jesucristo muy dixieland.
Necesito un demiurgo, un crack en mística, un hombre con una corbata beige, con una corbata gris. Todas las corbatas estropean la alegría.
Lo hemos visto juntos, oh mi amor, la delicia de mirar amanecer juntos, la fría y dulce y sucumbida clave de amor.
Hemos oído la misma canción tantas veces.
Nos queremos de forma sencilla. Comprobamos periódicos, leemos en las terrazas versos de Plath, versos de Pizarnik, todos esos verbos suicidas. Al sol tomábamos café.
El hombre lee en donde puede, lee para entender a Dios.
He visto gente leer en el metro versos del Corán, haikus, cinco, siete, cinco, parábolas en el jordán, prosa hermosa del tiempo.
Hemos liquidado el miedo, lo hemos escondido.
Tu cuerpo es un desagüe en donde me voy.
La dinamo de mi corazón es volandera, la saco a pasear, tiene el paseo luna y el perrito de Chéjov nos mira en un relato tradicional ruso. Todo lo ruso es agradable al oído. El idioma es de una sonancia que no te revienta el pecho.
No me leas a Nietzsche en vernáculo, no me digas que miras el abismo y el abismo te mira a ti, porque no tengo tiempo.
Tengo ancho un párpado, me adormece la tarde.
Un poeta pide que el camino sea largo, alguien jadea un pétalo. Una catedral es el preámbulo de un sueño eterno.
Algún precio ha de pagarse, aunque sea por morir tan precariamente.
Hay que ir muriendo el beso último, el astro numen. Hay que desdecirse.
La nave como un rito se zafa del oleaje. Nadie oye la proa cascada, ni el alma rota, ni a Dios en su fortaleza de metáforas. Solo el timonel siente un ardor, un peso, el naufragio inminente, soledad entonces tan lírica, república de lobos.
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