Tarantino es un Borges de vídeoclub. Su biblioteca es un bazar de cintas en VHS: todo pulp, todo noir clásico, todo serie B. No hay tigres en un sueño ni ciudades de hombres inmortales. Hay pistoleros en el desierto de Almería, hay robos perfectos rodados por Kubrick, hay una mujer con un parche en un ojo que busca venganza. Los dos son transcriptores de lo que aman. A Borges no le entusiasmó el cine que vio antes de perder la vista. A Tarantino le fascina la literatura que puede convertir en fotogramas.
Tarantino mama de las dos santas ubres de la madre de los hermanos Lumière.
Tarantino tiene mil canciones en la cabeza. Algunas de las más ligeras hurtan a la banda sonora el ruido que hace un cuchillo al rebanar una oreja, aunque se nos evite la contemplación de la mutilación, filmada fuera de campo. Otras componen el atrezo sonoro de un carnicería en hora punta. Si incorporara el olor a la imagen, esa sinestesia sublime, sentiríamos el ruido de la sangre cuando a borbotones empaña el sobrecogido aire.
Reservoir dogs es la biblia blasfema del evangelio de Quentin Tarantino, su prontuario de vicios, su mapa del tesoro, su historia sobre la traición y la lealtad.
Tarantino tiene una historia en la cabeza cada vez que busca una historia. La de los tipos trajeados que discuten en un almacén los motivos del desastre del atraco que acaban de hacer y buscan al judas entre los supervivientes es la que este escribidor cinéfilo recuerda con más afecto, que no la mejor de las suyas.
El Tarantino de Reservoir dice todo va de degollar a los ruines y a los pecadores, va de exégesis de letras de Madonna, va de señores nombrados con colores que conferencian sobre la fatalidad incluso cuando un boquete en la barriga les anuncian el infierno.
No sé si me gusta más el Tarantino digresivo o el bestia. Probablemente sean el mismo.
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