Es posible que Dios, allá en su unidad indivisible y enciclopédica, hiciera el frío en un mal día. No hay razón que lo explique. No tenemos quien venga y nos lo razone con palabras justas y con argumentos serenos. El frío es una de esas cosas que Dios pudo habernos ahorrado, pero lo fabricó en su honda providencia e impregnó con el frío el paisaje recién alumbrado. En lugar del frío, Dios pudo haber pensado en estaciones eternamente disfrutables, en el edén en el que algunos sitúan el idilio del hombre consigo mismo y con sus mitos, con la armonía del cosmos, con la persistencia de la verdad, pero Dios no ha estado jugando a los dados porque en su naturaleza no existe la conmoción molecular ni la sed yendo y viniendo por la boca. De Dios sabemos estas cosas y hay más de lo que no sabemos absolutamente nada. Quién podría ponerse en su lugar, en esa soledad suya de unidad plenipotenciaria y previsora.
El frío fue un mal día, según se mire, un accidente en su bosquejo del mundo, un sincero atropello al confort de sus criaturas en la bendita tierra. Salgamos hoy a la calle, miremos al infinito azul del cielo y hablemos a Dios con desparpajo: teniendo tanto tiempo, cómo pudiste hacer las cosas tan rápido. Pero es bueno saber que no habrá respuesta. Y es mejor que no la haya. Se empozoña la fe si se observa en detalle su condición de magia. No hay dios ni reino de los cielos sin el frío en el fondo del alma como un cuchillo. Dios, en su infinita gracia, quiso que el frío ganase todas las batallas. Incluso la del fuego. No hay mejor arma que la del frío. La literatura entera, incluso la más ardorosa, empieza desde una idea primaria del frío, y luego crece, se embravece, se encabrita, exhibe su pomposa hombría de alambre muy duro y canta en el aire percutido de la noche.
No sé sabe de qué consuela el frío, a qué secreto alivio nos conduce, el modo en que nos hace pensar en los refugios, en todos esos lugares a los que encomendamos la tarea de que nos salven. Estamos a la intemperie. A poco que uno pone el pie en la calle o lo pone en casa, se produce el roto, se hace visible el desagüe por donde vamos cayendo. No se tiene la certeza de que los refugios sean obligatoriamente domésticos. Pueden estar en un parque o en una calle o en un bar en la que fuimos felices .Tampoco sabemos, una vez caídos, dónde vamos. Si a un lugar mejor, en todo caso. Detrás de un agujero, hay otro. Todos se comunican. El frío los comunica. Se va uno dejando llevar, buscando el refugio, el rincón en donde encontrarse. El problema es que, sabiendo dónde estamos, no sabemos qué lugar es ése. Da igual que reconozcamos el paisaje que lo rodea o que sintamos que es familiar. Lo difícil, lo que no siempre se consigue, es el lugar al que pertenecemos, esa especie de útero doméstico que nos recompone. A veces es un sillón de orejas, junto a la ventana. O la cama, la dulce y la cómplice cama. Pero puede ser la casa de un amigo, en donde nos agasajan y nos abrazan y nos quieren. O un poema de Keats. Anoche volví a leer a Keats. No sé cuántos años hacía que no leía a Keats. Me contó una felicidad que recordaba, pero que andaba diluida, como en fuga. Son días de frío. Días en los que una amiga te dice que cojas un libro y no pienses en nada que no te convenga. Nada que rebatir en ese argumento. Los libros te hacen no pensar en otra cosa salvo las que te cuentan. Hay que saber leer.
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