Las parejas de alcatraz son fieles de por vida. Se prometen amor en un risco, en una rama de fresno, en la arena recién lamida por una ola, se dejan luego cortejar por el viento, los mecen Olano, Auster, África, Aquilón, Céfiro, Septentrión, Euro y Eolo. No hay dios del aire que no bendiga ese matrimonio alado. Es el triunfo de la perseverancia, es el catecismo del éxtasis.
La última vez que fui a Viena tuve un episodio de amnesia. Duró hasta que volví a casa King Kong no entraba en mi devocionario mitológico. Yo he sido muy de King Kong desde que mi tío Carlos Manuel me llevó a Isla Calavera. Yo tenía once años y me sabía las capitales del mundo. Madrid era un hombre con las intenciones más nobles. Pekín, un temblor en la piel de un dragón. Cuando sea mayor compraré una finca con muchos ciervos. Para que mi madre se arrobe en la contemplación de las astas. Los ciervos no son fieles de por vida. Cien ciervos equivalen a un diploma en artes marciales. Mil es el cielo cuando llegó King Kong y pidió rubias a Dios con las que entretener la eternidad.
A mi tío Carlos Manuel le debo este amor mío por la numismática magiar y por los cuadros del siglo XVII.
En el cajón donde madre guarda mis estampas de comunión hay un sello con la cara de un señor que se parece a Charles Laughton en Testigo de cargo.
Si yo tuviera que elegir cómo morir pediría que se me cayese encima un piano de cola tocado por Chopin en uno de esos palacios del Imperio austrohúngaro. Querría una fanfarria que coronase el óbito y un notario de Vallecas para que rubrique esa epifanía.
Si algún día visito Las Hurdes pensaré en zíngaras con pechos como catedrales de la primera cristiandad, de pezones como dedales de costurera turca pintada por los grandes retratistas franceses. No tendrán descanso mis ojos cuando el frío los libere de su lánguida compostura de gárgola.
Mi novia de 1989 era fan de Robert Mitchum. Yo soy fan de los hombres que se tatúan la palabra amor en la mano derecha y se dejen cortar un dedo en público para que conste en acta y el ejemplo cunda entre los perplejos, eso me dijo. Tenía labios como los de Kim Novak, tenía un primo taxidermista en la corte de los Austrias, tenía la voz frágil como un mirlo, tenía un máster en literaturas germánicas medievales.
Mi vida ha sido ir por carreteras comarcales buscando la alquimia de la poesía renacentista.
Ha venido Dios a vernos en una cantata de Bach. Los timoratos no ven a Dios, no ven a Bach, no ven el alma cuando se embravece en el pecho y se la oye gemir si se la acaricia o si se echa a llorar cuando la lastimamos. El alma es un invento de los poetas. Un alma pura puede entender el ruido de las constelaciones. Un alma pura es la metáfora más hermosa. Un día mi tío Carlos Manuel me cogió de la mano y me llevó a visitar todas las grandes pinacotecas del mundo. No me la soltó hasta que mis ojos eran lienzos por los que la belleza ofrecía un simpar destello. Cuando murió vi a Rembrandt, la cara rota de Rembrandt, su cara mortuoria en octubre de 1669. Mi tía Remedios entró por mis ojos hasta que encontró en mi cabeza un sábado en el que mi tío Carlos Manuel y yo lloramos frente a un cuadro de Rembrandt exhibido en una galería hermosísima del Hermitage de San Petersburgo. Mi tía se quedó en mi cabeza hasta que cumplí catorce años. Mi tía no salió del todo. Hay días en que la escucho por ahí adentro. No la reprendo, no la conmino a que salga. Mi mujer que soy yo el que le habla en los desayunos, pero es mi tía Remedios la que le cuenta una idea que se le ha ocurrido para hacer el arroz caldoso con bogavante. Era el favorito de mi tío Carlos Manuel. En Viena, cuando el episodio de amnesia, recordaba a mi tía Remedios, a mi tío Carlos Manuel y a Rembrandt. Había desaparecido mi novia de cuatro dedos de 1989. No había rastro de mi madre ni de la noche en que mi padre y yo supimos que amaba a los ciervos por encima de todas las cosas. Le compramos cuadros de ciervos. Ocupaban el sótano, la planta baja, la alta. Ciervos mirando el horizonte. Ciervos como atentos vigías de la noche. Ciervos altivos y nobles. Si madre hubiese elegido cómo morir habría pedido que la atropellara un Chevrolet confundiéndola con un ciervo.
Un profesor del Instituto se me acercó y me dijo: el cambio de la energía interna de un sistema cerrado es igual al calor suministrado al sistema menos el trabajo hecho por el sistema. He tratado de llevar esa máxima toda mi vida, pero no sé si con fortuna. Tuve una novia que era un sistema cerrado en sí misma. Le leía poemas de Wallace Stevens en las terrazas de los bares. Ella bebía vermut y yo declamaba. Ella bebía vodka y yo impostaba la voz como un actor del método. A madre le gustaba que yo flirteara con muchachas de buen ver. Como una madre no te quiere nadie, apostillaba. Ella era de apostillar rumbosamente, con colmo de sintagmas. Wallace tenía cara de incordiar a poco que se le provocara. Hay fotos suyas en las que parece que sonriera, pero no es así. En días de lluvia, en esos feos días grises de perros, bus o ciervos en los poemas de Wallace. Por si madre vive en uno. No alcanzo a saber si es su cara la que veré en la testuz del ciervo o si sabré cabalmente que ella me mira con los ojos del ciervo, aunque ningún rasgo suyo la delate.
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