Va uno con los años un poco yendo y viniendo por las cosas como si las viera en la distancia y el afecto o el desafecto que causan apenas prendiese. Está así a salvo algo que antes estaba siempre expuesto. No sé si ese empeño en protegerse uno verdaderamente importa, si al final la vida echa a perder todos los esmeros y te zarandea a su modo, haciendo que hociques, que muerdas el polvo, que te consideres el ser más desgraciado sobre la tierra o el mayor de sus pobladores. Algunos días nos sentimos ocasionalmente trágicos, investidos por la serenidad de quien se sabe perdedor del único juego al que sabía jugar. Y es que no tenemos otro juego que no sea éste, el de levantarse por las mañanas y acostarnos al término de la jornada. Pero hay días de una intrascendencia maravillosa, en los que olemos las flores, escuchamos el latido del fondo de los árboles y miramos a los demás como si de verdad los quisiésemos a todos. Son los días en los que no hace falta que escribas. Basta dejarse ir. Vivir sin otro cometido. En cuanto a mí, poseo la extraña habilidad de que me arrebata la inspiración cuando más ocupado estoy, en el momento en que los problemas te asaltan. Creo que no soy el único, pero no tengo a nadie más a mano y hablo de lo que conozco. Decía que va uno con los años viendo las cosas con la distancia que le permite no involucrarse obligatoriamente en ellas. Luego está la voluntad de meterse en honduras, pero advierto (y yo soy lento para lo mío) que he ganado en tranquilidad (que no en sabiduría) con ese nuevo estado de espectador paciente. No sé si lo he aprendido de alguien cercano que lo ejerza o ha sido un volunto de mi infatigable capacidad de no estar jamás contento con casi nada. De todas formas, no pienso defender esta novedad de mi espíritu más allá de lo razonable. En cuanto el azar me zarandee, lo hace a su antojadizo capricho, muto a quien era ayer (el yo de los lunes es menos presentable que el de los viernes, el de hoy miércoles es un limbo) o hace una semana o el mes pasado, cuando era otro. Uno siempre es otro. No soy nadie que alguien diga conocer. Yo no existo. En realidad todo lo que digo, en cuanto lo pienso, me produce zozobra. En la zozobra se vive mejor. En la incertidumbre se vive también muy bien. Lo incierto es donde estamos: su residencia es la muestra. Escribir sirve para aclararse uno y para aclarar a alguien que, en la lectura, encuentre una parte de sí mismo en lo que le estoy contando o que de pronto sienta que el texto sobrevenido está escrito para él. Dentro hay varias criaturas. Las censuro, las jaleo, intimo con ellas, me violentan, las hiero, me hieren. No sé nombrarlas, pero se acuestan conmigo todas las noches. Son de mi propiedad incluso cuando no las padezco. Es al corazón al que le incumben estas cosas. La cabeza, con sus protocolos y sus reglas de servidumbre, no sirve para estos asuntos. Yo la dejo de lado en cuanto puedo. Se notará.
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