1
No hay nada que esté a la altura de la ficción. Ni siquiera la ficción es sublime sin interrupción. La verdad, la cartesiana, la que se registra, no alcanza a la ficción ni cuando se esfuerza con más ahínco o cuando consiente que un poco de ella, prestada, la traspase. Amo la ficción casi por encima de todas las cosas. El mundo es también ficción. Lo que ocupa el día, cuando concluye, al recordarlo, se entremezcla con ella. Hay partes de la verdad que se entretienen intimando con la ficción. Lo que surge de ese abrazo es ficción. No es verdad que yo esta mañana haya ido a la ciudad y haya visitado a mi madre. No es verdad que esta tarde haya estado buscando un libro durante mucho tiempo y, al final, haya desistido. No es verdad que haya decidido volver a escribir aforismos y que hasta haya dado con el título del libro que especularmente salga de mi arrebato.
2
La vida es un palíndromo. Todo se trenza al ir y al volver. A veces son idénticos los caminos. La vida que llevamos es una ficción a la que le damos carta de credibilidad, de asunto pesado, medido y gobernado. Buscamos a Dios porque la divinidad contiene trazas de ficción, grumos puros, sin cortar. Literatura de primer grado. Más que el amor, la prioridad es la historia, la narración. Todas las religiones se construyeron en base a esta premisa. Todas conmueven por el peso moral o el estético de lo que narran. Ninguna malogra la posibilidad de que los textos exhiban esa musculatura épica, de cuento infantil casi, con la que el espíritu se eleva y se deja traspasar de toda clase de ángeles. Luego está la realidad, aplazando toda especulación narrativa, imponiendo su trajín, mostrando sin pudor el tráfago de sus asuntos, tutelando todas estas banales distracciones del alma ociosa. Hoy de pronto comprendo algo mejor el sendero de las palabras cuando van juntas y saben hacia dónde se dirigen, pero el trayecto se emborrona, las palabra se desdicen, pero es una impresión esquiva, un asidero huidizo.
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