Ilustración: Ramón Besonías
Si caminar contase únicamente por el acto pedestre de moverse nos entregaríamos con más ardor a su desempeño, pero cuesta en ocasiones separar la locomoción del motivo que la precisa y creemos que de verdad, cuando caminamos, es a un sitio al que vamos y en el que nos esperan para cumplir un deber o para dar constancia de nuestra presencia. Del andar ufano se extrae la virtud, tan socrática ella, sin que intervenga lo numinoso. Al mover un pie y luego otro y enseñorearse el camino se abre un diálogo, tan socrático él, con uno mismo, pero no debe contener una razón topográfica, un destino al que acceder, un fin que acometer. Al pobre Sócrates le placería el deambular solo, sin la compañía de su esposa, Jantipa, mujer de carácter enconado, rígida como un lunes, desabrida y de enojo fácil. Nietzsche, maliciosamente, opinaba que el filósofo se había casado con ella para curtirse en la dialéctica y así poder ejercerla con más contundencia, a beneficio de su irónica oratoria. Era acostumbrado verlo pasear por Atenas con la productiva encomienda de buscar interlocutores que le concedieran cháchara. De ahí que no recordara el lugar al que iba o el propósito de su recado. Caminar hacia la verdad, se podría decir. Caminar porque sí. Caminar socráticamente si uno es de tener con quién departir en el trayecto o senequistamente si uno es de convidarse de soledad, cerrar el pico y abrir todos los sentidos para que nos hable el paisaje. El mochuelo, que se asombra por poco, aunque en todo deposite su asombro, mira a nuestro pobre Sócrates con lástima. Se ha perdido, pensará. Aunque sepa dónde está y cómo volver a casa, está perdido. ¿O no lo está?
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