En el budismo, el deseo es el origen de todo sufrimiento. Quien no anhela, no padece. El que se permite las pasiones y somete a su dictado el sostenimiento de su espíritu gime, llora, se duele, se enoja, se asombra, se divierte, se asusta, se consterna, se embravece, odia, ama, envidia, se encoleriza, se avergüenza, expone su entero ser a las contingencias que invariablemente jalonan el decurso de una vida. No es cosa de cancelar el padecimiento al censurar el deseo. Es suyo lo que quiera que nosotros seamos. Qué placer desear, qué delirio puro. Poder gemir, llorar, dolerse, enojarse, asombrarse, divertirse, asustarse, consternarse, embravecerse, odiar, amar, envidiar, encolerizarse, avergonzarse. Disponer de esas conjugaciones es sentir, que es la semilla de lo que quiera que sea vivir. Desear es un preámbulo feliz al que la adquisición de lo deseado a veces no alcanza. Mochuelo se imagina cómo sabrá la carne que no puede comer. Se contenta en esa ensoñación al punto de sublimarla. Es más nuestro lo que perdimos, sentenció Borges. Todo lo que nunca lo será también nos conforma. Sobre esa utopía de los apetitos podemos construir nuestra entera existencia. La aflicción al constatar su huidiza naturaleza proviene de la misma sustancia que la alegría que depara su logro. Así el amor medra en el alma. Así nos curte y guía. Es el hambre lo que hace que exista la posibilidad de saciarla. Es la sed con su perfecta noticia del agua.
No hay comentarios:
Publicar un comentario