Hay quien se satisface con poco y a casi nada da importancia. A poco que se le agasaja, cuando media un halago o una dádiva, por pequeña que sea, rompe en entusiasmo y se le vuelve generoso el ánimo y a todo da su complacencia. Es un recurso antiguo. La boca es fácil de callar: también lo que a lo que se le empuja a decir. Es esa dictadura del premio, se merezca o no, haya motivos o ninguno en absoluto. Cuando esa política abunda se deteriora el concepto mismo del regalo, que viene a ser una compensación blasfema, un mecanismo de distracción, un trampantojo admistrativo, en casi todos los casos subvencionado por las arcas públicas. Si se perpetúa es el gobierno el deteriorado, convertido en un bazar de oportunidades. A falta de unos servidores públicos eficaces (honestos, ecuánimes, insobornables) tenemos un consorcio de mercaderes. De ahí a la ruina del sistema dista un tramo corto: al final se acaba pagando el peaje de ese inconveniente negociado de favores. Primero cunde el despropósito, alentado sin doblez, lujosamente difundido por las vías habituales; luego irrumpe el caos, la consabida enfermedad de las instituciones, el descenso paulatino al desorden y a la ineficacia. No cabe la ignorancia, el informe torpe, el yo no sabía, el esto se arregla. Sucede con lamentable frecuencia que el infractor (póngase en plural) se escuda en argumentos peregrinos, en el retruécano de la buena voluntad, en la elocuencia hueca, en la retórica incivil, en el negociado de las dádivas.
12.1.24
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