Los secretos tienen algo prodigioso: conciernen al que los posee, no a quien aluden. Es difícil que haya algo que rivalice con esa transmutación del sujeto en predicado: no es el verbo lo que hace que la acción suceda, sino el sustantivo. Se tienen la confidencia de algunos y siguen en reclusión, alojados en la memoria, separados de la realidad, como si no existieran o como si lo que narran fuese materia de ficción, no el verosímil volcado de un suceso o de un sentimiento. Maduran ahí adentro algunos, los de más recia consistencia. Otros, en cambio, flaquean, acaban maleados, convertidos en otra cosa, difundidos con promiscua alegría, entregados al escrutinio popular con el ánimo de que ejerzan su oficio dañino o amable, según qué cuenten. Ninguno desaparece del todo: surgen con pasmosa rotundidad, parecen que se nos acaba de dar el encargo de guardarlos. Lo que no es tan fácil de describir o de entender es el hecho de que se desee airear algo que tal vez convendría guardar. Hemos oído muchas veces el alivio que produce compartirlos o la pesadumbre que crea el escucharlos. No se sabe qué hacer con ellos, sin embargo. Lo fascinante es hacer creer que se tienen, aunque sean irrelevantes o incluso carezcamos de ellos. No sé ahora qué personaje de qué novela (se me pierden esas cosas) la recorrió entera con el peso de uno de esos secretos a cuestas. No sabíamos cuál, ni siquiera una brizna de información, de la que se pudiera desprender el resto. Al final, una vez se cerró la trama, el secreto era lo de menos: lo que de verdad nos entusiasmó como lectores fue la trama alrededor suya. Hitchcock lo llamó Macguffin: hace que todo se mueva, pero no es preciso saber nada de él. Puede ser una carta de la que nada sabemos o un pañuelo de seda o un nombre perdido entre otros nombres. Es el secreto convertido en la gema narrativa más preciada. Al cabo del día, percibimos la presencia de algunos secretos. Se insinúan, parecen decididos a revelar su confinada historia. Los mejores son los que se entrevén, todos los que asoman una pequeña porción de su encanto, pero se retiran, vuelven a perderse, quién sabe si irreversiblemente. Los secretos perfectos son un desacato al secreto mismo. Su perfección los convierte en otra cosa, abandonando su condición primaria, la de información que debe ser custodiada, tuteladla, no divulgada. Pero si nunca se divulga….
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