Asombra constatar que hoy es el mañana que nos dijeron ayer y el ahora es el después que dijimos antes. Del tiempo se tiene siempre una impresión confusa. Siendo el bien más preciado, no habiendo otro que rivalice con él, le hacemos poco aprecio, no le damos el asiento debido en nuestras prioridades, no se le concede la autoridad que merece. Miramos otras cosas, pensamos en otras cosas, pero no en el tiempo. Se hace uno de objetos que ocupan un lugar distinguido, preeminente. Cuando el objeto anhelado se gasta, sin que tarde mucho la mudanza, elegimos otro con el que satisfacer el hueco que dejó el sacrificado. Está el hoy tan lento y está el ayer tan breve. Del mañana no tenemos consideraciones fiables, del futuro nada se sabe. El pasado es un historia que cada uno cuenta como le place o como conviene. La literatura entera es una reflexión sobre el tiempo. No hay autor que no lo haya incrustado, con mayor o menor vehemencia, con más o menos fortuna, en su obra. Uno escribe de lo que le rodea o de sí mismo. En ambas posibilidades todo está impregnado de tiempo. La certeza de su paso lo ocupa todo. También otras certezas: la de su severidad, la de su supremacía. Tampoco sabemos nada de lo que aguarda cuando el tiempo concluye. Asombra la fugacidad. Siempre es fugaz su paso. Hay días que pasan en un soplo. Días que parecen rebajarse en tamaño, días que hacen creer que contravienen (a su capricho) las leyes de la naturaleza. Luego están los días que no acaban. Días que duran más de lo soportable. Días que se hacen eternos y que parecen contener varias vidas. Nunca se extrae una lección útil de estas evidencias. Al pobre Sócrates le asombra la elocuencia del tiempo. Lo escribirán los dioses, dirá a los suyos. No sé podrá saber mucho de su naturaleza: no es una virtud humana a la que podamos arrimar la herramienta de las palabras, ni lo describe la justicia a la que aspire. A mi me darán la cicuta, dirá también. Ofendió a los dioses, creo recordar de lo que me contaron o lo que estudié. No seré nada más que un maestro de mis discípulos. Fuera de ellos, me condenarán. El tiempo es el juez, decimos nosotros ahora, sin saber aún qué es el ayer, qué el hoy ni la insostenible certeza de que se tendrá un mañana. El pobre Sócrates era un buenazo. Prefería hablar a escribir. Lo escrito hace que no comparezca el que escucha. Las palabras son tal vez lo que trae y lo que se lleva el tiempo, pienso yo ahora. No se conoció a sí mismo, muy a pesar de pregonar que no debía tenerse otro oficio que el de conocerse a uno mismo. Creo en mí, no creo en nada. Soy el ayer que mañana no será.
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