La adoración de los Reyes, Jan Gossaert (Mabuse), 1510-1515, The National Gallery
El séquito, numeroso, no impide que el niño y la virgen atraigan toda la atención al contemplar el lienzo. Es el absoluto centro matemático. Los reyes visten ropajes acordes a su autoridad, contrastando con la desnudez limpia de Jesús. El terciopelo y los bordados suntuosos no rivalizan con el oro, con el incienso y con la mirra. Al establo lo reemplaza un palacio en ruinas sobre cuyas desvanecidas bóvedas sobrevuelan unos ángeles. Los campesinos, los cortesanos han acudido para participar de la adoración del nuevo rey de los hombres. José, sujetando un bastón, se retrae, no parece desear involucrarse en esa representación de la divinidad. La dimensión que hace que la pintura deslumbre no es la trascendencia de la escena, ni la elocuencia de los colores y de la composición, sino la fragilidad de esa criatura, que vence el rigor del frío. Ignoro qué patrón condujo a todos esos grandes pintores a exhibir a Cristo desnudo. No darían con el atuendo que cuadrara a su dignidad o tan sólo reflejaron su sencilla indumentaria de hombre, sin que nada humano lo signara todavía. Todo lo pagano que aflora detrás debió ser lo recomendado por quien le contratara para acometer la obra. Querría hacer ver que la opulencia se desvanece al sobrevenir el milagro del alumbramiento. Que los únicos tesoros que amasamos son los del espíritu. No son éstos de ahora tiempos para sutilezas teologales. Nadie pinta como Gossaert ni compone como Handel. Tal vez sea lo correcto y el arte precise desdecirse para avanzar y contar los mismos sentimientos con un vocabulario diferente. Yo, tan descreído en estos asuntos, me maravillo ante la sensibilidad de quienes encontraron en la fe el modo de agradecer la vida. Será ése el motivo final: una devoción, una gratitud. Es el asombro puro el que nos pulsa. Hasta parece que de pronto, por obra del arte, demos por bueno creer, al menos mientras contemplamos algunos cuadros, escuchamos ciertos pasajes musicales o penetramos en el corazón de las catedrales del mundo. El síndrome de Stendhal, tan recurrido, también recaba creyentes.
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