Se está desabrido a veces por mera concurrencia del azar. No concurre mayor penalidad que la de ser perturbado. La desazón en el alma es conveniente sin discusión. Una vez que se ha entrado en ese desquicio de la armonía, cuando irrumpe la aspereza y todo el aire torna tosco viento, se encuentran placeres que la templanza y la bonhomía no procuran. Se prefiere, en todo caso, saber cómo trasegar con las circunstancias cuando importunan y nos abaten. Tener entonces fe en la reluctancia, en ese dejarse llevar que se apropia del cuerpo y convence al espíritu de que ya no vale la pena ir más lejos, de que ya hemos viajado lo suficiente, visto lo que debía ser visto, amado hasta sentir cómo reventaba el corazón y enloquecía la sangre. Convenir una rutina de la que no apartarse nunca, esmerarse en ella, ser emperador de los movimientos armónicos simples, tumbarse a la caída de la tarde en los bancos de los parques y contar nubes lenticulares o pájaros negros o aviones que cruzan y dejan solo un trazo que vibra en el azul como un soplo divino, pero tras el receso, tener fe en el vaivén, en el oscilar feliz del espíritu, en el regreso, en la bendita comparecencia de lo que no es desabrido, ni perturba, ni desazona, ni desquicia, ni hace que el aire torne viento tosco, sino dulce danza invisible.
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