Recuerdo haber leído que la felicidad vendría a ser una especie de florecimiento, un desprenderse de lo vacío, un anhelar cierta plenitud o no fue leído y ahora esas palabras me parecen las más justas, de modo que las hago provenir de un libro. En cierto modo, hacemos que los recuerdos acudan sin cuestionar su procedencia. La diferencia entre haber estado o no haber estado en un lugar es irrelevante. La de haber vivido algo que comparece en penumbra, como afantasmado, depende de la convicción con la que pensemos esa estancia. Creo que nunca he estado en la isla de Java. Tampoco tengo la certeza de que no haya estudiado literaturas germánicas medievales o besado a la niña que me gustaba en el instituto. Uno va perdiendo la propiedad de las cosas y confía su restitución a herramientas endebles. La memoria es un artefacto poco fiable. También los sueños, que son una memoria huidiza y vaporosa. Imponen los recuerdos su voluble registro, fabrican su propio lenguaje. Lo que se toma como vivido se construye con la misma argamasa que lo imaginado. Lo contado a veces sólo sucede en la cabeza. También lo recordado. Todo se fía a su veneno. Cuanto damos por cierto, al emboscarlo en la narración del pasado, se difumina, adquiere la consistencia de la niebla, crea niebla, es niebla.
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