Al cerdo le fascinaban las arias de Verdi. La culpa la tuvo el porquero, entusiasmado melómano. Usaba un amplificador a válvulas que se caía de viejo y unas columnas Edimburgh que pesaban cien kilos. El conjunto sonaba como Dios suena en sus nubes. No hubo propósito, ni gran aprecio tampoco, tan sólo la evidencia de que los gruñidos eran menos ruidosos o que, en ciertos pasajes, se le tornaban los ojos y daba unos brincos armónicos que al perplejo porquero le parecieron un milagro. Ninguna otra muestra de la gran música producía el mismo efecto en el animal. Con Wagner emitía unos gruñidos más toscos de lo normal. Con Gould acometiendo las variaciones Goldberg se ponía inusualmente nervioso, agresivo a veces. Las sinfonías de Bruckner lo consternaban de un modo sobrecogedor. Sus ojillos palidecían, hasta se diría que se precipitaban irremediablemente al llanto, que no acababa de irrumpir nunca. Días antes de que lo condujeran al degüello (debe aquí anotarse que el entusiasmo melómano no rivalizaba con el pecuniario) el porquero le sometió a una escucha masiva de las arias de las veintiocho óperas de Don Giuseppe. Murió en el fango, tal vez feliz. Sonaba Aida, una de las últimas. Se cree que le sobrevino un infarto o un derrame cerebral. No se descarta un ictus, no hay bibliografía sobre el sistema vascular de los cerdos. Tampoco se le hacen autopsias. No consta ninguna, al menos. El veterinario, informado del amor a Verdi del marrano, sugirió el suicidio. Recordó un burro que murió horas después de que finara su dueño, aficionados los dos al jazz de Nueva Orleans. El porquero no lo abrió en canal, como suele con otros, no separó las piezas para hacer negocio. Le dio piadosa sepultura en una loma. Acude los día de bajón, se sienta en el verdor del suelo, cruza las piernas y se queda ahí un buen par de horas sin pensar en nada, dejando que la misma tierra dialogue con él y le consuele.
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Defunción lírica de un marrano
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