25.11.22

Un diario

 


Uno toma distancia de lo que no le conviene, lo mira de lejos, adquiere la percepción de que no hay nada que le fuerce, nada que lo apremie o que le reconcoma. Sólo está la sensación de si hemos hecho bien y no hubiese sido de más conveniencia flaquear, dejarse llevar, poner en claro las ideas para luego arrumbarlas, darles puerta, hacer que no pesen dentro de la cabeza y campar por ahí sin que duela la conciencia. Caso de que no exista conciencia alguna, las horas pasan con más notoria frugalidad, se expanden, crujen, vibran, elevan su condición de espuma, nos confortan o nos sangran, pero es sangre con más vida que la que fluye en la oscuridad de su cauce, dentro del cuerpo, que es un tirano. El cuerpo es quien nos bendice y también quien nos condena. La cabeza es un vigilante jurado. Está ahí a ver qué pasa, por si se desmanda la escena o por si se estanca y no avanza. Todo lo que viene después (el cansancio, el pecado, la certidumbre de que el fin se aproxima) es materia secundaria. Cuenta el júbilo, sólo eso cuenta. Cuenta la euforia, que es una alegría amplificada. Si yo escribiera un diario, sólo consignaría los episodios felices, las andanadas de gozo, toda esa trompetería dulce del corazón cuando late desbocado y amenaza con desbordarse, con salirse del pecho y danzar a sus anchas, festejando el ala el mismísimo vuelo, pero no sucede nada de esto, no al menos de un modo fiable, duradero. No hay diario. Se consignaría otra cosa, suele pasar. Se daría registro a lo gris, al turbio gesto o a la palabra triste.  A veces dejamos que el cuerpo mande y obedecemos sus necesidades. Da igual lo que la cabeza decida, no importa que se obceque en censurarlo todo, en zanjar las veleidades, en poner coto al vértigo y a la fiebre. El placer es vértigo y es fiebre. Hay días en que uno piensa en estas cosas y otros en que ni se le ocurre. Días que aplazan las consideraciones metafísicas y días en que todo es cavilación y hondura. Los demás no entienden estas cosas. Uno tampoco entiende al otro. Son monólogos. Toda la filosofía es una fiera batalla entre la luz y la oscuridad, pero no se entrevé quién sale victorioso. Somos ángeles y somos demonios. Cuando estamos iluminados, sabemos a qué inclinarnos, tenemos noción de lo que de verdad nos alivia o lo que más nos deleita. No sé si esos otros de los que hablo caen la cuenta de estas cosas, ignoro si se entretienen en estas ocurrencias. Todas son frívolas, si se escuchan con atención, si se leen en detalle

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