Una de las fantasías a las que acudo cuando me aturde la realidad es la de borrar una parte de mi memoria, digamos la más frívola, la que no ahonda ni me compromete, y alegrarme después con la posibilidad de volver a llenarla. Sería fantástico volver a escuchar por primera vez So what, la pieza inmortal de Miles Davis, o ver también por primera vez Ser o no ser, la obra inmortal de Ernst Lubitsch. El volcado de esas unidades elementales de placer, una vez que sabe uno de su bondad y de su trascendencia, me excita enormemente. De hecho me da una envidia sana ver al espectador vírgen en Hitchcock o en Ford. Saber de gozosa primera mano qué le aguarda. Debiéramos en este hilo sutil de las cosas, disponer de un mecanismo que suprimiera la experiencia a capricho y luego la restituyera sin pérdida. Como ninguna de estas ocurrencias mías suceden ni de momento hay visos de que puedan suceder (ay, la ciencia avanza una barbaridad) mi alma sensible, la apetitiva y la discursiva, se conforma conque le proyecte nuevamente El sirviente, la película maestra del olvidado Joseph Losey. Todo en ella, sin embargo, ha sido nuevo. Reconocía sensaciones, intuía riesgos de la trama, pequeños giros argumentales que, al final, resultaban sorprendentemente trascendentales, pero ignoraba la sustancia narrativa en sí. Supongo que la memoria, compinchada con el corazón o con cualquiera que sea el órgano que gobierne el placer estético y el intelectual, ha jugado a mi beneficio y me ha permitido (una vez más) contemplar lo contemplado como si fuese la primera vez. Me pasa a veces con los amigos, con los hijos, con mi esposa, con mis padres. Sucede que de pronto parecen unos recién llegados de quienes poseo, sin embargo, información relevante. Los sé míos, aunque los mire con el asombro de lo nuevo. Es un juego (involuntario, de difícil manejo, como todos los buenos juegos) que practico siempre que puedo y que me da cada vez más satisfacciones. Se puede empezar con una sinfonía de Mahler, pasar a un poema de Gil de Biedma y terminar contigo mismo, mirándote al espejo, haciendo con palabras nuevas las mismas viejas preguntas de siempre. Un juego, ya digo. Solo un juego para una mente ociosa de sábado por la noche. Pinter escribió una obra maestra. Una de invasores y de invadidos. Lo había visto antes, pero esta vez se me ha revelado como nunca. Igual no era yo sino otro el que estaba hace un rato ahí sentado, en el salón, a oscuras, viendo la opresiva obra de Losey, apreciando esa mínima brizna de gozo que luego, poco a poco, se iza y ocupa mi cabeza entera. Losey fue un director vapuleado por el macartismo y por su condición de raro en una época donde el cine de éxito plasmaba una idealización de la vida, un ameno paisaje de amores o de fatalidades (vendrá a ser lo mismo a veces) donde su descarnada concepción del género humano no casaba, no llamaba en masa al público, no tenía refrendo en la taquilla. Tocó después el exilio político y cultural, la acogida en Inglaterra, la amistad con Harold Pinter, el recado de que podía ir por fin por libre. El sirviente, obra maestra de Losey y de Pinter, con un antológico Dirk Bogarde, es un estudio de las clases sociales y de las servidumbres, del orgullo y del pesimismo en la condición humana. Losey hace a Bogarde un vampiro moderno, un pequeño monstruo de la modernidad, frágil y de lenta apropiación del objeto deseado.
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